CAPÍTULO XXXII

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ÉIRE

¿Debo entrar?

Eso mismo me había preguntado ya, al menos, una centena de veces.

Las telas de su tienda estaban firmemente anudadas y ocultando su interior, oscilando tenuemente sobre la tierra. El color azabache de estas me recordaba que ese mismo color había sido portado por Keelan en un pasado. Normalmente, en chaquetas con ribetes dorados y redondos botones brocados.

Pero, si realmente me detenía a apartar mis estúpidos sentimientos, ¿por qué tendría que dudar?

¿Por qué iba a quedarme allí como una tonta, con cada una de las palabras que quería decirle estancadas en mi garganta?

No lo haría. Nunca lo había hecho.

Así que entré de golpe. Sin pararme a pensarlo durante un instante más. Sin repasar mentalmente las palabras con las que comenzaría a hablar.

Y ahí estaba él. De pie en el centro de la tienda, con un pesado y gastado libro en la palma de su mano, deslizando su pulgar por encima del fino papel amarillento. No lo leía, si no que su mirada recaía justo frente a él. No en el suelo, no en las paredes de tela.

En Nyliss.

Ella... estaba junto a él. Y no parecía aburrirse ni mucho menos, ya que sus mejillas arreboladas estaban fruncidas por su enorme sonrisa. Nyliss le miraba de una forma desarmante, con los ojos brillantes y unos cuantos dulces aleteos de sus pestañas.

Carraspeé intencionalmente.

—Pensaba que tenías que entrenar, Nyliss —repuse, tratando de levantar aquel enorme peso que había caído sobre mi garganta. Eran amigos... y nada más.
Lo sabía. De veras que lo sabía, pero ella le miraba de una forma que no parecía sencillamente amistosa.

Entonces, Nyliss se giró en mi dirección, y su expresión pudo confirmar en un segundo todo lo que había supuesto. Porque ahí estaba: la culpa. Clara en su semblante, en el brillo de sus ojos ahora apagados, en sus labios entreabiertos.

Así que... ¿le gustaba? ¿Keelan le gustaba? ¿Y a él... ?

—De hecho, sí, llego tarde. —Noté como se frotaba repetidamente su mano derecha, justo donde aquella herida que antes le había visto aún no parecía sanar. Extrañamente, su otra mano también parecía enrojecida. Ni siquiera le dirigió una última mirada a Keelan, pero antes de marcharse de allí dejó un beso húmedo en mi mejilla.

El sonido del viento devolviendo aquella tela por donde había pasado a su lugar fue lo único que quedó como vestigio de su presencia.

—Deberías decirle a Nyliss que fuiste tú quien causó los ataques a su reino —me dijo el príncipe, dejando aquel libro sobre los montones de pieles donde probablemente dormía, ya que no había mucho más semejante a una cama. Reparé en un carcaj que dejaba escapar algunas flechas sobre el suelo, y por la sangre aún húmeda en la punta de una de ellas, supe que había salido de cacería hacía poco. Aquello era bueno. Al menos, conservaba sus viejas costumbres.

—Sí, debería, pero no he venido a aquí a hablar de eso.

Keelan me miró fijamente.

—Pues dime entonces a qué. —Su voz era dura, sus palabras afiladas y cortantes. Ni siquiera sabía qué esperar de aquella conversación, además de resentimiento. Su mirada, aún así, no era fría. El mismo fuego ardía ahí, solo que ahora el viento debía azotarlo con mayor fuerza, tratando de apagarlo.

Avancé hacia él y dije —: De ti.

—¿De mí?

—Sí, de ti. —Tuve que tomar una escueta bocanada de aire, y evité su mirada concienzudamente. No quería mirarle. No ahora —. Creo que es hora de que te marches a casa.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora