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Min Yoongi y Jung Jiwoo seguían caminando. Sus pies llenos de pupas habían aprendido a agradecer las escasas vías llanas, a resistir las pistas de accidentados desniveles, a disfrutar en las sendas abandonadas su agradable bruma, a veces empapada de enebro, a veces aderezada con las flores de brezo.

Su ruta por Cheonsa les descubría mil caminos que les habían arrullado al nacer, ellos sin saberlo, con la milenaria historia que en aquellas tierras compartían.

Fatigosos caminos a merced del veleidoso temporal que enganchaban los pólenes de la primavera a sus pieles sudorosas y machacaban sus piernas ateridas tras largas noches a la intemperie. Tantos de ellos andados les habían llevado allí.


Riku lloraba hastiada de la repetición interminable de árboles que por su lado pasaban, todos erguidos en pareja actitud, haciendo cola a ningún lugar. Con el llanto de la cría perforándole los tímpanos, Jiwoo se vió capaz de llorar también.

Aquel día se había despertado sintiéndose especialmente miserable. Tal vez el paso de los días empezaba a hacer mella en la determinada osadía con la que había arrancado aquel viaje. Ya no guardaba las mismas energías. Si se distraía, su mente flotaba en un barquito de papel hecho de pétalos y navegaba ingrávido hasta el abrazo de sus padres. Entonces, con un escalofrío turbador, su nuca se erizaba y recordaba por qué estaba allí, tan lejos de su hogar. Los abrazos que ella extrañaba, una bala se los había privado para siempre a su amor.

Miró al cielo y suplicó, si es que alguien la escuchaba, por ver una señal, una mera prueba de su avance por aquella eternidad desmoralizadora.

¿Y si ese lobo que había tomado como sherpa le mentía? ¿Y si no la estaba llevando a ningún lado? ¿Quién sería tan cruel de jugar con el tiempo de alguien desesperado?

Jiwoo se recolocó a la niña y estiró como pudo su espalda agarrotada. Yoongi notó como el paso de su compañera se ralentizaba pero, versado en reconocer la angustia en rostros, igualó su ritmo sin reproches.

Si algo había aprendido en su tierna amistad con la muchacha es que Jung Jiwoo, si necesitaba hablar, lo hacía. Por eso no dijo nada, la dejó lidiar con sus pensamientos ensombrecidos ella sola, resignándose a rezar por que no la hundiesen muy profundo.

Por otro lado, Yoongi podría copiar sus pasos, mas no su humor. Bajo su máscara silenciosa, el omega se callaba la emocionante familiaridad que empezaban a despertarle las rocas del camino. No, aquel ya no era un camino como los muchos otros que habían recorrido. Aquel ya, sí que sí, con sus hierbajos verdes tejía el felpudo a su destino.

Ya casi habían llegado.

Min Yoongi se cargó a Riku sobre los hombros, que se agarró con sus deditos puntiagudos a sus orejas, y extendió su mano para ayudar a Jiwoo a bajar un escabroso terraplén. La niña se divirtió con el traqueteo inestable de su nuevo carricoche, que pisaba con cuidado de no resbalar ni tropezar entre los escalones de barro, las raíces desenterradas por la lluvia y las rocas empinadas.

Con cada avance incierto, sus pies oscilaban buscando el equilibrio y sus manos convertían a los arbustos en muletas, llenándose de cortes y pinchazos. El zapato de Jiwoo patinó en la pendiente enfangada y chocó de morros contra la espalda de Yoongi. Juntos se deslizaron casi dos metros de puro pánico hasta que el omega logró aferrarse a un tronco y así frenar su caída. Riku levantó los brazos emocionada.

-Lo siento. -murmuró ella toda mohína.

Yoongi le restó importancia, propuso que bebieran agua y descansaran cinco minutos antes de seguir bajando. Cuando por fin llegaron a terreno plano, Yoongi levantó la mirada y allí la encontró. La última vez le había dado la espalda, marchándose a paso presto el día que renunció al Frente de Luseu.

EL OLOR DE LOS JILGUEROSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora