Al borde de la muerte, Minatozaki Sana soñó con su infancia.
En esa aparición narcótica, el cielo era rosa y azul y las cigarras estridulaban a coro. Era un día de verano.
Su padre, el señor Minatozaki, estaba en el jardín colocando la parrilla sobre una barbacoa roja.
Llevaba sus míticos shorts beige y las sandalias de velcro, el atuendo por defecto para días calurosos. Al otro lado de la verja del jardín ronroneaba el mar tranquilo de Cheonsa. Como eran unas aguas tan mansas y tibias, a menudo los lobos se referían a ese mar como "caldoso".
-Sana, ven aquí. -la llamó el señor Minatozaki, con su característica sonrisa de dientes torcidos y bigote poco poblado.
Su voz sonaba demasiado presente para ser una mera reminiscencia. Era enérgica como un chispazo, pero a la vez apacible como las chiribitas de una bengala. Tanto fulguraron sus palabras que parecían poder convertir la nostalgia en reencuentro.
Sana trotó con sus torpes pies de cachorrito hacia su papá. Se aferró a sus piernas y tuvo que reír, pues sus pelos le hacían cosquillas en los mofletes.
Él hizo ver que agarraba su cabecita con las pinzas de carne, regocijándose lleno de ternura en su párvula risita, y la alejó del fuego por precaución.
Entonces el señor Minatozaki se giró de vuelta a la parrilla y, en ese impás en que la loba dejó de ver la sonrisa de su padre, el cielo se cubrió de nimbos grises y deformes.
El señor Minatozaki no pareció darse cuenta del cambio brusco de temperatura. Seguía con sus shorts beige y sus sandalias de velcro. Cada vez que atizaba las brasas de la barbacoa, éstas desprendían una humareda de cenizas del mismo color que el cielo. Se puso a silbar.
Sana notó cómo el creciente vendaval calado le atravesaba su fina camisola pero, como su padre había reanudado su tarea sin alarma, se quedó quieta bien cerca sin decir nada.
Aunque aguantaba valiente, cada vez hacía más frío. Las cigarras se habían callado y el absorbente crepitar del fuego fue devorado por el rugir de las repentinas olas feroces. El aire desapacible sonrosaba su hocico. Sana se llevó las manitas a los hombros, tratando de entrar en calor.
Planeó fugazmente regresar a casa y refugiarse bajo el futón más gordo pero, justo en ese momento, el señor Minatozaki la volvió a llamar.
Sana observó curiosa cómo su padre cogía un plato de cartón y depositaba sobre él el manjar de la parrilla. Después se lo entregó a la pequeña Sana con un "Cuidado, que quema". Sana lo cogió con ansias, ufana de haber esperado bajo el temporal aterrador. ¿Hacía cuánto que no comía la comida de su padre?
Abrió la boca tan grande como podía, hincó sus dientes de leche y engulló ávida, deseosa de poder probar aquella delicia caliente.
Por un segundo creyó poder saborear el cielo.
Pero después le inundaron las ganas de llorar.
Por las comisuras de sus labios se deslizó un regato de sangre y la piel de su pequeño cuello infantil fue perforada por una veintena de púas color magenta.
"Papá, ¿Por qué me das un erizo?".
Sana despertó con sus propias uñas estrangulándole, hundidas en su cuello amoratado. Había tenido una pesadilla. Pero no todo formaba parte del sueño; las púas lacerando su garganta seguían acribillándola a pesar de haber logrado escapar de la desdicha onírica.
Su nariz estaba atorada de tierra y sangre seca. Debía haber respirado por la boca por horas, porque sus labios cortados le escocían y sentía las encías secas como goma.

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EL OLOR DE LOS JILGUEROS
Fanfiction+18 - BTS - OMEGAVERSE - KOOKMIN / NAMJIN / SOPE El origen del conflicto entre las opuestas manadas de Geum y Cheonsa se remonta a siglos atrás, pero las recientes heridas abiertas entre las familias líderes de ambos territorios tienen a todos sus h...