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Un ciclón traía en sus torbellinos la sal del mar del sur y la gruesa arena de sus playas naturales. Las ensordecedoras ráfagas violentas peinaban los árboles mustios de las aceras y sacudían las persianas a medio bajar de las ventanas entreabiertas.

En un piso donde no había ni radio ni televisión, el rugir del viento se hacía pasar por un inquilino más. En el centro de la habitación más pequeña iba acumulando con los brazos de su corriente un círculo de motas de polvo y granitos de sal.

Quinque dio un paso atrás y pisoteó sin querer la montañita de partículas obsequiadas por el vendaval.

Se escuchó un estallido parecido a un petardo, y el lobo beta escupió un pellejo de sus labios y unas gotas de sangre y saliva.

Dandelion sacudió la mano derecha cuyos nudillos palpitaban tras propinar el último puñetazo.

Una loba con el cuerpo plagado de marcas dejadas por esos mismos dedos observaba la escena con las extremidades temblorosas del miedo. Cerró los ojos para no compartir el dolor e interpuso su brazo amoratado entre él y el lobo con el que se ensañaba. Disgustado por la osadía de la omega y divertido por su ridícula empatía, Dandelion la apartó de una puntada de pie. Después cogió a Quinque por el cuello de la camisa y le mostró los colmillos.

-Mira si eres patético que hasta una omega debilucha intenta protegerte. -masculló el lobo furioso- ¡Hasta esta zorra te compadece! Es como si ella entendiese mejor que tú la magnitud de tu descuido.

Liberó a su compañero y la espalda del beta sonó como una plancha al caer plana contra el suelo. Quinque se retorció adolorido. Trató de recuperar el aliento, combatiendo con espasmos los rayos lacerantes que la contusión hacía rebotar entre sus lumbares y su nuca.

-Dandelion... Podemos solucionarlo... -balbuceó, levantando una mano para pedir clemencia.

El lobo no lo veía tan claro. Sus cejas se hundieron y su rostro se arrugó con rabia. Para no seguir desquitándose con Quinque, se hizo a un lado y reventó el somier de la cama cercana a base de patadas y gritos desvalidos. Predijo, entre maldiciones, la desgracia que se acechaba sobre ellos tras la mala decisión de su compañero.

Park Jimin, quien había llegado a sus manos tal y como el señor Park había predicho, se les había escapado como mantequilla entre los dedos. Quinque, cegado por la amistad forjada en su pronta infancia, había olvidado las consecuencias de romper su trato con el líder de Cheonsa y aquel beta y había liberado al omega, dejándole marchar de aquel piso feo de Bineul. Un mero acto de compasión había torcido el destino tanto de él como de Dandelion. Su compañero tenía todo el derecho a estar cabreado, incluso a hacérselo pagar con puñetazos y golpes, pero Quinque aún creía que estaban a tiempo de enmendar su error.

-Dandelion, escúchame. Cuando Jimin quiso marchar no supe detenerle... Fui débil y no lo pensé bien, pero sé que tú puedes arreglarlo... -aseguró Quinque con una sonrisa carmesí- Miré su teléfono, sé que hablaba con Jeon Jungkook, de Geum. Debe ser él quién se lo ha llevado. De hecho, estoy seguro; ya vino a por él una vez cuando aún estábamos en mi piso de Daia. Park Jimin debe de estar escondido en algún lugar de Geum. Tú podrás enterarte de dónde exactamente... Ellos confían en ti... Es cuestión de tiempo que te lo digan...

Dandelion chasqueó la lengua y ensanchó las narinas, y se crugió el cuello mirando al techo con los ojos rojos de ira.

-¿Cuestión de tiempo, dices? Mira, Quinque, cállate. -barbotó enojado- Cállate porque si no lo haces te daré una paliza.

Llevó sus garras frente al rostro del beta pero no se atrevió a tocarlo. Sus dedos se retorcieron, resistiendo el ansia por golpearlo hasta dejarlo morado.

EL OLOR DE LOS JILGUEROSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora