EL OLOR DE LOS JILGUEROS

#31

Jung Dawon, hermana de Park Hoseok por parte de madre, ingresó en la prestigiosa escuela de diseño que siempre había deseado. Mientras esperaba a que el nuevo curso escolar comenzase, también le fue obsequiado un curso intensivo de confección y patronaje que disfrutó como una niña pequeña. Por si fuera poca su ventura, un ángel debió besar la testaruda cocorota del sobreprotector señor Jung. A regañadientes, mas por fin dió su aprobación al hijo de la familia de la sastrería para casarse con su estimada hija, y los jóvenes pudieron dejar de esconder su ya emprendido romance.

Con las citas peculiares a la mercería, las risas íntimas tras el telar y los sueños que brotaban solos cuando se ponían a diseñar trajes, una les podría predecir fortuna.

Sin embargo, justo cuando empezaban a hilvanar los trapos de su futuro juntos, la desgracia cayó sobre la joven pareja y las costuras de su amor quedaron arruinadas.El vestido más bonito, el blanco, jamás llegaría a verse puesto.

-¡No! ¡No! -suplicaba desconsoladamente la muchacha. Su prometido perdía la vida en sus brazos- ¡Por favor!

-Corre... Mi dedalito... -el último aliento del lobo moribundo luchaba por llegar a los oídos de su amada, pero ellos apenas podían percibirlo entre los estallidos de las balas- Corre...

Los disparos entraban impredecibles por todas direcciones, agujereando a discreción paredes y lobos que caían al suelo como fichas de dominó. Unos pocos valientes agarraban sus escopetas tratando de defender a la multitud que huía en una caótica estampida. Pero por cada bala que salía de sus cañones, otras diez acertaban en sus carnes. Iba a ser una masacre.

Los despavoridos lobos se empujaban unos a otros en su carrera por la supervivencia y Jung Dawon recibía sus golpes sin piedad. En algún punto, sus pies dejaron de tocar el suelo y fue arrastrada hasta chocar bruscamente de espaldas contra una mesa tumbada. Cardenales y cortes empezaban a marcarse por su cuerpo pero sus manos no soltaron las de su amor. Él yacía a un paso de la inconsciencia, siendo pisoteado como un muñeco de ropa por aquellos que trataban de huir.

-¡No! ¡No! ¡Cuidado, por favor! -lloró Dawon con desespero, estirando con sus delgados brazos del lobo hacia ella.

Cuando consiguió rescatarlo de la marabunta lo abrazó fuerte contra su pecho. Con sus finos dedos blancos tapó los balazos en el torso de su amado, tratando de impedir que la vida se fuese de él. Al hacerlo, se empapó el vestido de una sangre que una vez había sido suya. Jamás había corrido por su cuerpo, pero había sido bombeada por un corazón que le pertenecía. Él quiso demostrárselo una última vez: aunó las pocas fuerzas que le quedaban y posó un beso sobre la clavícula de ella. Y falleció.

El querido sastrecito de Dawon, pacato y algo retraído, era conocido por los lobos del Frente de Luseu como El Sastre.

Nadie en el pueblo lo sabía, siquiera los rumores podían sospecharlo, pero la familia a cargo de sus ropas también había vestido décadas de insurrectos. La abuela de El Sastre era a menudo recordada por su filantrópica labor cosiendo peleles para los bebés más desafortunados. Un buen día y en el sigilo de su intimidad, la mujer cogió su corazón roto por las injusticias de su manada y se alió al Frente de Luseu. No mucho después se convertiría en la diseñadora del primer uniforme que más tarde vestiría toda la milicia rebelde.

La buena señora ya chocheaba pero sus valores habían sido inculcados a sus hijos, y así a su único nieto.

Por supuesto que Jung Dawon no tenía ni idea de los ideales secretos de la familia de su prometido, y a punto estuvo de delatarlos a la policía cuando, junto al anillo, él le confió la verdad. Pero entonces surgió en ella una voluntad presa que le hizo cambiar de opinión, un enfado encapsulado, un veneno que se había estado macerando en su interior. Por años, el señor Park había asfixiado a la familia Jung con sus garras manipuladoras y recién había osado volver para arrebatarles a su hermano pequeño...