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"...Ya estamos en territorios Geum, id despertando...".

Jungkook rezongó como un perro cuya pacífica cabezada había sido interrumpida.

Una estampida de palpitaciones punzantes treparon por sus cervicales. Protestó desconcertado y, queriendo huir del fastidio, trató inútilmente de cambiar de postura. Estaba encallado, inmovilizado por un peso muerto que le aplastaba el pecho, y tenía el brazo dormido.

Con el olor azucarado que enredaba en su nariz deliciosos filamentos de miel, Jungkook recordó que un omega dormitaba hundido en su clavícula.

-Ji-Jimin... -susurró, zarandeando el cuerpo que le apisonaba contra el asiento de polipiel- Jimin...

Jungkook no estaba seguro de si Jimin había escuchado el anuncio de la alfa, o su misma voz temblorosa llamándole, pues no alcanzaba a comprobar si los ojos escondidos en su pecho lograban abrirse.

Las hormigas de sus dedos emprendieron una travesía por la espalda del omega hasta que encumbraron su testa y la sacudieron de nuevo con suavidad.

Jimin gruñó, no muy contento con su forzada vuelta al prosaico mundo real. Se removió hasta hacer crujir las vértebras y se volvió a acurrucar.

Ambos ya estaban despiertos, pero ninguno de los dos quería dar el primer paso a separarse. Jungkook seguía rodeando el cuerpo del omega con su brazo, que había descendido por su nuca de algodón hasta descansar de nuevo en su cintura. Y Jimin seguía haciéndose pequeño, enterrando todo lo que podía de él bajo la barbilla del alfa.

En el núcleo de su abrazo se había condensado un calorcito tan agradable que alejarse sería como abrir un tarro de azafrán en mitad de una tormenta de arena. Un desperdicio o un desacierto, por no hablar de pecado.

Más allá de sus olores conociéndose y sus pulsos dándose patadas, los dos lobos no eran demasiado conscientes de lo que pasaba a su alrededor.

No veían el semblante contrariado de Moonbyul, ni percibían sus repiqueteos sobre el volante acompañando la música de la radio, que por supuesto también pasaba completamente desapercibida a sus oídos.

Cuando el tráfico atascó la circunvalación de la entrada a la gran ciudad, no se enteraron por las fumaradas de gasolina ni por las bocinas indignadas. Fue porque la marcha lenta del motor permitió que se escucharan el corazón.

Entre la multitud escarlata de vehículos frenando, el coche oficial encendió su intermitente amarillo y tomó un desvío, burlando así la carretera colapsada.

A los pocos minutos, sus ruedas patinaban por asfalto despejado, alumbrado por los rayos crepusculares y las farolas que iban prendiéndose a su paso. Cada ciertos metros se encontraban una, que primero iluminaba el capó, seguido por el rostro de la conductora, y luego, muy fugazmente como si no quisiese estorbar, por encima de los dos lobos abrazados. Después de rozar pasajeramente la carrocería del vehículo, la farola era dejada atrás, y se perdía en la distancia, uniéndose al resto de sus iguales y a los coches parados a lo lejos, trazando un firmamento de luciérnagas congelado.

El coche zigzagueó por un camino de curvas que cada vez se volvía más estrecho y solitario.

La cabaña de los Jeon se encontraba escondida en un parque natural a pocos kilómetros del centro urbano, en la cuesta a los pies de un cerro bajo, cercado por los restos de un acueducto en desuso y plagado de peculiares pinos raquíticos y contrahechos.

Por aquel entonces, el paraje había sido declarado un parque protegido. Las almas activistas de ciudades y pueblos cercanos habían llevado a cabo campañas de plantación masiva para restaurar su flora y así luchar contra la extinción de las preciadas especies locales. Los cuatro pinos retorcidos pronto estarían rodeados de la gloria que las fotografías en blanco y negro rememoraban antes de la polución.

EL OLOR DE LOS JILGUEROSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora