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Jimin protestó al frotarse los párpados cerrados. Desperezándose, se dio cuenta de que estaba tumbado en una superficie mullida, suave pero polvorienta. O tal vez era la humedad que le picaba en la nariz. Las piernas sobresalían de dicha esponjosidad entumeciéndose sobre el suelo frío y duro. Una especie de relente incómodo calaba su ropa.

Cerró los puños y gruñó un quejido cuando apretó sus uñas partidas.

"¿Qué ha pasado?", se preguntó, desorientado por un dolor de cabeza que lacerante acaparaba, sin devolverle ninguno, los recuerdos de antes de desfallecer.

Por los últimos dos días había dormido tan profundamente y ausente como un animalillo en hibernación. Aunque no le alumbraba ningún rayo de primavera, poco a poco se le fueron despertando los sentidos y con ellos los males de su cuerpo. Le dolía la cadera de haber estado tantas horas seguidas acostado sobre su lado, tenía la garganta seca y un hambre voraz.

"Mataría por un batido...", pensó todavía atontado por los efectos del fuerte sedante.

Irritado por el acordeón de molestias, Jimin se intentó poner de pie. Desde los rígidos omoplatos hasta la nuca, sufrió unos tirones horribles como fustazos. Viendo chiribitas del dolor, se rindió y se dejó caer de nuevo en el trozo acolchado bajo él.

Entonces, al doblar los brazos sintió como un aguijonazo en el interior del codo. De un manotazo reflejo se arrancó de cuajo la aguja de una vía.

Ese pinchazo al fin le despertó el pavor acorde a la situación y el omega abrió los ojos como platos, sacudido por la repentina necesidad de salir corriendo.

"¿Dónde estoy...?".

Sus párpados inflamados derramaron un par de lágrimas para deshacerse de las lagañas secas y su escozor. Las primeras formas que logró discernir fueron las más sencillas: las seis caras de un cubo, los seis límites de una celda cuadrada.

Después fueron surgiendo cojines, de un caluroso terciopelo rojo, cada uno casi tan grande como un colchón. La habitación color cemento estaba plagada de ellos, apenas se veía el suelo.

Con progreso quebradizo y una arcada quemando amenazante el fondo de su boca, Jimin logró aguantarse sobre sus manos y rodillas y avanzar a gatas entre los cojines. La textura de la tela le dio repelús pero no hubo forma de evitar su roce.

Jimin fue notando cómo cada músculo de cuerpo debilitado se fatigaba al poco de comenzar a moverse. Suspiró cansado y, nublándosele la vista, aceptó que se caería. Y así lo hizo, de golpe y de lado, como un caballo de juguete al ser empujado.

Allí tumbado, las motitas de polvo danzaron frente a él iluminadas por el halo tenue de luz que entraba por la única ventanita de la habitación. Por mucho rato el aturdimiento jugó con su percepción, haciéndole dudar de si en verdad se trataba de una ventana chiquita o la empequeñecía la distancia. Mas se atrevió a deducir que, por su ubicación a tocar de techo, aquella celda donde se encontraba debía estar al nivel de un sótano.

A la vez que su consciencia se descongelaba y la jaqueca se dispersaba, regresaron los recuerdos. Jimin iba apretando los dientes, cada vez más sobrecogido, a medida que las últimas imágenes captadas por sus retinas volvían a él.

De todos los interrogantes, una pregunta concreta emergió en su mente como un clavo desgarrando la piel:

¿Habrían matado los hombres del señor Park a Jeon Jungkook?

-Mng... -estuvo a punto de desbordarse su llanto.

Negó violentamente con la cabeza, lanzando aquellas gotas de aflicción lejos de su rostro.

EL OLOR DE LOS JILGUEROSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora