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Si alguna vez has dormido en un valle entre montañas, sabrás que allí el sol se pone antes que en el resto del mundo.

Una muchacha corría con el corazón en la boca, ladera arriba, apurando esos últimos rayos

antes de la noche prematura.

Allá al frente estaba la primera calle del pueblo. Era antigua, empinada y estaba aislada del resto, pero cumplía una misión importante. Aquella calle daba a la carretera que después conectaba con el único puerto de montaña que les permitía entrar y salir de allí.

Aunque la sombra azul le pisaba los talones, cuando llegó a la carretera la luz del sol aún calentaba el asfalto.

Jung Dawon saltó y se abrazó de puntillas al cuerpo de su hermano. Tras ellos, un coche y maletas. Sus ojos redondos dejaban caer lágrimas tan grandes como granos de arroz y la respiración entrecortada tras la carrera le llenó de sangre la garganta.

-¿De verdad te tienes que ir? -sollozó.

El chico sostuvo con delicadeza su rostro entre las manos y secó sus mejillas con el pulgar.

-Dawon... -fue a hablar, pero se le rompió la voz, así que no pudo hacer nada más que suplicar- Dawon, por favor...

-¿Quién va a cuidar de ti si te vas? Eres mi hermano pequeño... Ayer tiré una moneda al lago y le pedí que no te marcharas. ¿Te acuerdas de cuando el abuelo estaba vivo y nos contó la leyenda del lago? Al día siguiente tiramos todos tus ahorros al agua porque queríamos un perro y mamá nos dio con un palo al enterarse... ¡Pero justo el perro del carnicero había tenido cachorros y nos dejaron quedarnos con Mickey! ¿No fue un milagro? Tal vez...

-Oh, no empieces de nuevo, te lo ruego. En aquel entonces éramos niños, Dawon. Ni el abuelo ni Mickey están con nosotros ya. Odio tener que irme de tu lado yo también, pero ahora que él me llama...

-Todo es culpa de ese hombre ruin. -la muchacha apretó los puños.

-Dawon, no podemos ser desagradecidos. Mi padre me hará fuerte y rico, y cuando vuelva no te harán falta monedas para que todos tus deseos se hagan realidad.

-No le llames padre. -le reprochó- Te voy a echar tanto de menos...

-Lo sé, lo sé, yo también. -la vista del joven alfa se empañó, y para retener el agua en sus ojos miró al cielo.

La hermana mayor peinó con sus dedos finos la melena roja del alfa y, de la rabia de lo que ese color suponía, quiso arrancarla de un estirón.

A unos metros de ellos, unos hombres trajeados y calvos esperaban con caras impasibles a que el alfa se subiera al coche. Dawon los miró por encima del hombro de su hermano. Daban miedo, tenían unos rasgos toscos y las mandíbulas muy salidas. Uno de ellos tenía la cara atravesada por una gran cicatriz que le deformaba los labios. Pero la pequeña y flaca Dawon no se dejaría intimidar, y se tomaría el tiempo que sus manos necesitasen para grabar aquellas caricias en su memoria.

-Cuando vuelvas, me tendrás que conceder lo que quiera. -dijo, resiguiendo con las yemas de los dedos las cejas de su hermano.

-Por supuesto. -afirmó sorbiéndose los mocos- Todo lo que tú quieras, Dawon.

-Quiero estudiar diseño de moda. -exigió, cambiando de tema para distraerse de la pena y así ganar un poquito de tiempo más- No quiero quedarme en casa como mamá o como las primas.

-Claro, Dawon, claro. Irás a la escuela más prestigiosa. Te compraré una máquina de coser nueva y las telas más caras del mercado si hace falta. Y cuando todo se calme, te conseguiré una espaciosa tienda para ti y... ¿Cómo se llamaba el sastre ese que te gusta?

EL OLOR DE LOS JILGUEROSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora