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El pueblo donde residía la familia Jung casi se podía considerar un pequeño proyecto de ciudad. Alejado de la metrópolis por dos grandes montañas, le acunaba un valle en forma de tazón.

Por sus laderas empinadas empezaban a construirse chalés de dos e incluso tres plantas cuyos inquilinos conducían Land Rover espectaculares y paseaban perros Border Collie y Samoyedo.

Llevaban a sus cachorros al colegio recién inaugurado, se mantenían saludables en el nuevo polideportivo y hacían la compra semanal en el Carrefour que se había construído sobre la antigua cancha de fútbol.

Todo eso pasaba en el barrio más nuevo. Abajo, donde la orilla del lago se desbordaba de barro tras cada tormenta, vivía gente humilde, con sus coches jaspeados de tierra y chuchos mestizos. Allí vivían "los de toda la vida", los que habían estudiado en barracas por años esperando por ese colegio prometido y los que aún compraban en la tienda de abarrotes de la plaza.

Ese era el verdadero hogar de Hoseok.

Taeyong le dejó en la calle antigua y de ahí descendió paulatinamente ladera abajo.

No tardó en llegar al pantano. Estaba tranquilo. Se escuchaba el rumor de niños jugando y el agua corriendo.

Los peces pardo le miraban con esperanzas de que hiciese llover unas migas de pan. Hoseok se puso de cuclillas y el olor peculiar de las algas le tocó la punta de la nariz.

-Cuando sea líder, abriré una panadería en frente del lago. -le prometió a los peces, que menearon sus escamas refulgentes en aprobación.

El alfa hundió la mano en el agua helada y las colitas de unos renacuajos asustados revolvieron el fondo verdoso de la orilla.

La corriente le llevó una hoja negruzca que se chocó contra su mano y se deshizo. Hoseok sacudió los restos de hoja podrida, se secó la palma en el pantalón y se puso de pie.

En el lago también habían bichos zapateros, que crearon estelas desordenadas cuando los pies de Hoseok hicieron crujir la madera vieja del embarcadero.

Apenas llevaba unas semanas fuera de casa pero le invadía la nostalgia. De una manera extraña, su corazón acongojado le dictaba que ya era hora de madurar fuera del nido de la infancia.

Sí, los peces, los renacuajos y los zapateros eran los mismos de siempre, pero su vida ya no pertenecía a aquel lugar.

Su casa estaba en esa parte baja y húmeda del pueblo, justo enfrente del lago. Sentado al pie del embarcadero, dejando caer sus piernas tendinosas, un hombre escuálido y larguirucho miraba las nubes.

Por el rabillo del ojo, entre el azul del cielo se le coló una mota roja. Giró la cabeza por acto reflejo, con la boca tan abierta de la sorpresa que no pudo pronunciar bien su felicidad. Hoseok se agachó para besarle la mejilla y le ayudó a levantarse.

-Hola papá. -saludó el joven alfa.

-¡Hijo mío! -el señor Jung no cabía en sí de alegría- ¿Cómo que has vuelto?

-Prometí que os vendría a visitar a menudo. -dijo risueño- ¿No te alegras?

El señor asintió todavía cohibido por el desconcierto. Agarró a su muchacho del brazo y juntos regresaron al hogar Jung.

-¡Llega Park Hoseok! -anunció a viva voz el padre mientras abría la puerta de un sopetón.

-¡Mírate! ¡Qué guapo estás! -salió a recibirle la señora Jung, que apartó a su marido para poder hacerle arrumacos a su cachorro- ¡Todo un hombretón! ¿Estás comiendo bien, hijo? No me vayas a desaparecer.

EL OLOR DE LOS JILGUEROSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora