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La noche, emperifollada con sus más refulgentes joyas, había besado con su terral el hocico de una pareja de lobos. Con sus luces vaporosas y sus sombras sinuosas había coqueteado con ellos, agitando así sus corazones salvajes.

Ella, que se había encaprichado del par, había pasado su recreo nocturno entretenida en aquel pequeño monte, donde había dominado de manera solemne, mas no totalitaria, sumamente femenina, respetada y adorada. Congratulada por los aullidos de los noctívagos devotos, había llenado unos centímetros más la Luna y se la había acercado con placer.

Envidioso de la veneración a la oscura, el día quiso igualar su esplendor. Por eso se despertó presto, vistió su cielo del mismo azul que el traje de un príncipe, rasuró las pocas nubes que salpicaban su mañana y se coronó con los rayos más deslumbrantes del sol; dando comienzo al vanidoso desfile del astro rey.

Sin embargo, aquellos dos lobos no disfrutaron del espectáculo de su ardiente gracia. Más bien, parecieron maldecir su llegada.

Park Jimin, por ejemplo, de aquel día que se esforzaba por ser espléndido sólo cobraba un sofoco espantoso que le perlaba el filtrum de sudor.

Embutido en el maletero de una incómoda furgoneta, la lona que ocultaba su cuerpo empezaba a asfixiarlo.

Aquella mañana, un lobo de semblante muy parecido a Jungkook y que también se hacía llamar Jeon, había venido a recogerle en su furgoneta vieja. Su deber era llevarle lejos del alfa y de sus tierras, a una manada donde su vida no correría peligro. Tras la noche de pasión con las estrellas, aturdido por la inusitada levedad de su persona, no se había acabado de hacer a la idea de su viaje hasta verse empapado en aquel maletero, ya bien entrado en carretera.

No recordaba exactamente cuántas horas había paseado junto al alfa ni cómo había regresado a la cabaña de madera. Ni siquiera podía discernir cuándo sus garras habían vuelto a ser pies humanos, ni podía explicarse por qué el aroma de Jeon Jungkook estaba pegado a su piel como si hubiesen dormido entrelazados.

Estaba aturdido, más apropiadamente dicho atontado, debido al resquicio de todas las sensaciones nocturnas. Por el mareo febril que éstas le provocaban, condenó en su lugar al traqueteo de la furgoneta.


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Jeon Sungjin arañaba el plástico del volante y mascullaba calumnias con la cabeza hundida entre los hombros. Conducía deprisa; hasta que no se deshiciese del omega escondido en el maletero no soltaría el acelerador.

En el asiento de copiloto y completamente ajeno a la situación, su querido Wonpil contemplaba el paisaje tarareando una canción. Hacía años que no la escuchaba y no podía acabar de coser todas sus notas. Se dijo a sí mismo que al volver a casa aquella noche, buscaría el disco y la reproduciría sin parar hasta deshacerse del gusanillo.

La canción había vuelto a su mente durante la reciente limpieza de su pisito. Aunque se suponía que iban a tirar cachivaches inservibles y ropa en desuso, la tarea no tardó en convertirse en una distracción cuando la pareja empezó a descubrir cajas con fotografías, diarios y estuches llenos de CDs, todos recuerdos de su mocedad chorreantes de nostalgia.

EL OLOR DE LOS JILGUEROSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora