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Jeon Jungkook apagó el despertador a un minuto de que sonase. Antes, despertarse justo a tiempo de ahorrarse la disruptiva tonadilla le hubiese hecho empezar el día con gratificación. Pero esa mañana, lo único que le animó (y con insuficiencia) fue el poder levantarse de una vez de su cama desoladoramente ancha y dejar de intentar algo que no había manera de conseguir.

¿Cuántos días llevaba sin poder pegar ojo?

El insomnio hacía asomo en su rostro a través de dos prominentes bolsas sombrías que estiraban la piel bajo sus ojos inyectados en sangre, achatando su linda redondez en una expresión abúlica de constante desgana. El peso de la piel hinchada era tal que le costaba incluso abrir los ojos del todo.

Más difícil aún era cerrarlos. Cuando sellaba los párpados, lo primero que sentía era un cosquilleo placentero recorriendo su cuerpo exhausto, aparentemente preparándole para llevárselo a un agradable y relajado duermevela, al que él siempre saltaba agradecido.

No obstante, antes de poder conciliar el pleno sueño, la oscuridad sobre las córneas se convertía en una sopa heterogenia de dibujos abstractos y lombrices de colores. Entonces esos trazos de recorridos embrollados y absurdos empezaban a agruparse, perdiendo su aleatoriedad, y formaban imágenes imprecisas. Y de ellas aparecía un rostro, emborronado por las estelas de su propio contorno como un retrato movido. Ese rostro de rasgos revueltos aguzaba sus labios carnosos, y estos poco a poco se definían más nítidamente que el resto de confusión a su alrededor.

A no ser que abriese los ojos, como bien ya había aprendido debía hacer, esa boca de curva traviesa le invitaría a un beso. Mas, al acercarse para dárselo, nunca la alcanzaría pues no dejaba de ser una alucinación atrapada en su piel. Si cometía el error de condenarse a otro intento de beso fracasado, sería testigo una y otra vez de la misma visión horripilante. Los labios de amapola se tensarían en dos finas líneas que perderían súbitamente su hermoso color, estirándose de cada comisura como un chicle o una goma, hasta perderse de nuevo entre el resto de lombrices danzantes. Y así desaparecerían, para nunca volver a ser encontrados.

Por lo tanto, si cerraba los ojos por un segundo más del pestañeo común, Jungkook acabaría por volverlos a abrir jadeante y desesperado por reunirse con esos labios. Todo destemplado y agitado, empapado en sudor frío. Y se daría cuenta de que sí había dormido, aunque apenas un par de míseras horas.

La misma pesadilla le sacudía cada cabeceo, noche tras noche.

Y cada vez que despertaba se preguntaba si aquellos labios que tan rápido pasaban de atraerle a desaparecer podrían llegar a perdonarle por no haberles besado.

¿Lo comprenderían, comprenderían los labios de Jimin por qué había tenido que hacer lo que había hecho? ¿O se apretarían en una mueca de odio y jurarían no querer volver a verle jamás? Y se preguntaba, y se preguntaba... Y al final siempre llegaba al mismo lugar, ¿Por qué, si le sobraban los motivos para actuar como lo hizo, seguía sintiendo que había sido un error?

Había pasado algo más de una semana desde que había matado a Park Jimin. Quizás dos, su percepción del tiempo se había vuelto vaga e incierta; cada día pasaba porque tenía que pasar y no porque hubiese nada destinado a suceder en sus horas perdidas. A menudo sentía el impulso de llamar al omega. Descolgar el teléfono, escuchar su voz de ángel, pedirle perdón. Una secuencia sencilla y sanadora para la que, sin embargo, algo siempre le paraba los pies. Siendo tan simple el desliz, conllevaría a unas consecuencias probablemente devastadoras. Podría perderlo todo. Como Jin, como Moonbyul. Expulsados de Geum, desterrados como despreciables perros sarnosos.

Bueno, ¿Acaso no era un acto despreciable actuar a espaldas del líder, tergiversar los intereses de la manada y desobedecer sus deseos expresos? Sí, sí lo era, y de ello eran culpables.

EL OLOR DE LOS JILGUEROSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora