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Las sábanas amarillentas y ásperas abrazaron el cuerpo desnudo de Jungkook después de una ducha fría. Las toallas viejas del hotel no habían absorbido la humedad de su cuerpo y ahora su piel se enganchaba por la cama. Se revolvió en ellas con modorra y la fragancia familiar a suavizante barato le hizo sonreír. Ese olor sí que le gustaba. El alfa se preguntó si en algún lugar de algún lejano país, los omega olían a jabón. Si ese fuese el caso, se enlazaría sin pensarlo dos veces.

Se tumbó boca arriba y se entretuvo resiguiendo las manchas de humedad que oscurecían la pintura azul celeste. A los lados de una fina pero extensa grieta, la pintura del techo se desconchaba como signo irreprochable de su edad y escaso mantenimiento. Oyó un chasquido y al otro lado de la ventana una farola se encendió. Eran las cinco y ya anochecía. Jungkook jamás se llegaba a acostumbrar a los días nocturnos del invierno, pero el lobo dentro de él agradecía esas horas extras de Luna.

"¿Qué debo hacer?".

Le había pedido dos días a Jin; uno ya había pasado. Lo había gastado todo en holgazanear en la habitación del hotel, dándole vueltas a la peonza de sus pensamientos. Cada vez que trataba de poner la mente en blanco, el rostro triste del omega aparecía tras sus córneas como una cinta en repetición.

Por más que pensase, no encontraba ni el camino ni el empuje para actuar hacia ninguna dirección.

Miró su maleta esperándolo a la entrada de la habitación, y se preguntó si no sería mejor volver a su manada.

La anciana tras el mostrador de la recepción colocó las llaves de la habitación en su sitio y guardó el dinero del alfa en una caja fuerte tan desfasada como el resto del decrépito lugar. Estaba seguro de que Taehyung había escogido aquel hotel como venganza por la herida en el brazo.

Jungkook aguardó paciente a que cerrase del todo el atrancado cerrojo y se despidió por última vez, tomando las temblorosas manos esqueléticas de la dueña entre las suyas antes de hacer una reverencia y marcharse con el equipaje. Los dedos de aquella anciana tenían exactamente el mismo tacto que las sábanas y las toallas de su habitación: secos y rasposos.

Y ella olía como suelen oler los mayores: a perro viejo.


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Jimin estaba sentado en el diván junto a la ventana. Su hálito caliente creaba a cada suspiro una esfera de vaho irregular sobre el vidrio helado. La luz de la Luna menguante tornaba la palidez enfermiza de sus brazos en un blanco hermoso, así como ramas de una frondosa espirea.

Taehyung admiraba su belleza etérea desde la puerta, con una mueca medio amarga. Su amigo de la infancia siempre había sido tan bello como las muchachas de Renoir, pero ni eso podía esconder su estado deplorable, más como un esbozo descalabrado de Schiele.

En sus manos cargaba una bandeja con sopa, pan blanco y mandarinas.

Tras la comilona del día anterior junto a Jungkook, Taehyung había creído vislumbrar la idílica esperanza de que Jimin había recobrado el ánimo. Por ello, esperaba por fin verlo comer adecuadamente con tal de recuperarse. Pero ese no fue el caso. Jimin había vomitado varias veces durante la noche y se había vuelto a guarecer en la desgana.

EL OLOR DE LOS JILGUEROSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora