#35 parte 1

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Min Yoongi se sorbía los mocos a falta de un pañuelo y esperaba pacientemente su turno para visitar al doctor. Se había constipado de dormir al raso tantas noches en su misión, y la congestión no sólo le embotaba los oídos sino que su nariz roja ya empezaba a descamarse de tanto sonarse.

Le quedaban a lo sumo unas tres horas de trayecto antes de llegar al valle donde se había desvanecido sin dejar rastro un numeroso grupo de simpatizantes del Frente de Luseu. Esa tarde, sin embargo, había puesto freno a su ruta al toparse con el tablón de anuncios que le había desviado hasta aquel pueblo perdido en mitad de las montañas.

Grapado a la tabla de madera, entre varios papeles viejos arruinados por el Sol, uno reciente anunciaba con grandes letras azules que un doctor visitaría el pueblo coincidentemente aquel mismo día.

Harto de los ataques de tos y de supurar por todos sus orificios, Yoongi estacionó su motocicleta en un aparcamiento de tierra a la entrada del susodicho pueblo y anduvo encanijado hasta la consulta improvisada, donde ya hacían cola una docena de lobos esperando que les fuese dado el remedio a sus males y dolencias.

Por lo que Yoongi pudo escuchar de los vecinos del pueblo, el doctor era un buen hombre que en realidad trabajaba en el hospital de una ciudad más grande, pero que ocasionalmente se paseaba con su consultorio ambulante por las aldeas rurales para tratar a sus cuatro habitantes, la mayoría demasiado decrépitos como para conducir por las atolondradas carreteras urbanas.

Entre las calvas, verrugas, gafas de culo de vaso y jorobas, se abrieron paso las escuálidas piernas de una muchacha joven, quien también se unió a la fila justo detrás de Yoongi. No pudo evitar mirarla de reojo. Era una chica morena de piel encerada y, a pesar de los socavones liliàceos bajo sus ojos saltones, al omega le pareció muy guapa.

Iba arrastrando por el suelo las esquinas enfangadas de una manta hecha jirones con la que protegía su cuerpo de la rasca fría de febrero. A simple vista parecía pobre, una indigente trotamundos o una campesina arruinada. Pero había pistas sutiles que no sostenían aquel prejuicio en absoluto. En su rostro aún quedaban los restos de un maquillaje de brillantina y sus dientes eran blancos y rectos como un glaciar al horizonte. Llevaba el pelo sucio, mas no descuidado, recogido en un moño hábilmente sujeto por dos ramitas que debía haber encontrado en el bosque.

No era una loba acostumbrada a estar sucia ni al peregrinaje. Parecía casi como si ella misma no hubiese esperado encontrarse en aquella situación. Como si hubiese tenido que huir de imprevisto y con lo puesto. Hasta los desamparados mendigos cargan con una bolsa de escasas pertenencias o una cantimplora con agua. Pero ella no llevaba nada más que lasitud en las rodillas y llagas en los pies.

A pesar del viento gélido que soplaba a aquellas alturas de la montaña, en aquel pueblo lleno de vejestorios nadie había tenido la bondad de compartirle un abrigo decente. Ellos la miraban desconfiados, los lobos de la cola, y los de la plaza de más allá, y desde las ventanas también, y vigilaban que aquella pordiosera que campaba por sus calzadas centenarias no fuese de casualidad una ladronzuela.

Sus labios arrugados articulaban un reservado bisbisear que de llegar a los oídos de ella, seguro que la ofenderían profundamente. Por suerte, la muchacha parecía ajena a las miradas que le acribillaban la nuca y sus rumores ponzoñosos. Daba un pasito atrás y uno adelante, ensimismada en su balanceo.

Yoongi quiso averiguar algo más de ella, preguntarle qué hacía allí y de dónde venía, si le había pasado algo grave y por qué andaba sola. Para sacarle conversación, se le ocurrió ofrecerle su propia chaqueta. Lamentablemente, apenas empezó a bajar la cremallera, un comezón en la nariz le arrancó un estornudo tan fuerte que se reventó los tímpanos a sí mismo. Antes de poder siquiera disculparse, notó el mosqueo de varios lobos posándose sobre él.

EL OLOR DE LOS JILGUEROSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora