26. POR FIN LA PLAYA

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Tras un poco de esfuerzo logro mejorar nuevamente el ánimo de Isabella. Vamos en busca de las cosas que me dice que le hacen falta, aunque yo solo estoy interesado en el traje de baño. Es increíble la gran variedad de modelos que encuentras aquí y me es muy difícil poder decirle cuál le queda mejor. Al final, se decide por un traje de dos piezas que consta de un panty negro y una parte superior en tonos azules con copas en triángulo y una especie de manga.

No se me habría ocurrido siquiera mirar la prenda, pero ella la tomó con mucha seguridad cuando la vio. Es de dos piezas, pero increíblemente se ve sobria y resalta de manera hermosa sus curvas. Se pone un short sobre su traje de baño y vamos directo a la playa. Lo primero que hacemos es alquilar un toldo con sillas y disfrutar un rato de la vista.

—Te aplico bloqueador solar en la espalda y luego tú me lo aplicas a mí —dice Isabella tras aplicar una generosa cantidad del producto en sus manos e iniciar con la tarea.

—Mi turno —digo complacido con la labor asignada.

—No te excedas, cuida esas manos —me dice tras sentir que me aventuro un poco por debajo de la tela—. No hay mucha gente en este lugar, pero hay.

En mi defensa, eso es algo que hice casi por reflejo, pues a mis parejas anteriores, cada vez que visitábamos la playa o una piscina, les encantaba ser el centro de atención. Así que desabrochaba la parte de atrás del traje de baño para aplicarles más cómodamente el producto, que en ese caso era bronceador y no bloqueador como en este. Me sorprendió eso último y cuando le pregunté a Isabella, solo dijo que no es muy amiga del sol, así que no suele broncearse a propósito.

—Voy por una cerveza para el calor, ¿quieres una? —le digo después de haber fallado de manera humillante en la construcción de un castillo de arena.

—Una también para mí —dice mientras ultíma los detalles de su castillo—. Merezco eso por ganar —me regala una sonrisa.

Estoy disfrutando este momento, hacía muchos años que no hacía esto: solo descansar y construir un castillo en la arena como cuando era niño y mis padres me traían. Camino hacia el quiosco y compro las bebidas, pero a mi regreso, hay un hombre hablándole a Isabella y le está ayudando con su castillo.

—Debes humedecer aún más la arena para que compacte mejor —dice el hombre, quien evidentemente está tratando de flirtear con mi esposa—. Siente aquí y aquí —toca dos puntos diferentes del castillo—. Debes cargar un spray para empezar a humedecer de manera gradual; si no, se empezará a desmoronar antes de terminarlo.

—Eso sería una lástima, ¿verdad? —digo, sorprendiendo al hombre, quien me observa de arriba a abajo y hace cara de disgusto—. A mi esposa y a mí nos ha divertido mucho jugar un rato en la arena y definitivamente tomaremos muy en cuenta sus consejos.

Le paso a Isabella la cerveza, quien me agradece tras toma un primer sorbo largo y luego vuelve a concentrarse en el castillo. Miro fijamente al hombre, que ahora está notoriamente incómodo.

—Si hubiera sabido que tendríamos asesor, habría traído otra para ofrecerte, disculpa —digo sonriendo al hombre de manera cínica.

Isabella no está mirando la escena, tal parece que ni siquiera notó que aquel sujeto trataba de conquistarla.

—No se preocupe, ya es momento de irme —dice mirándome y levantando las manos en señal de paz—. Ha sido un gusto conocerte, espero que se sigan divirtiendo —le dice a Isabella antes de caminar hacia un grupo de chicos que sin duda son sus amigos y se están burlando de él a lo lejos.

—Parece buena persona —dice tomando otro sorbo de su cerveza y sentándose nuevamente en las sillas plásticas de la carpa.

—Eso parece —contesto mirando hacia el chico, quien aún mira de vez en cuando en nuestra dirección.

De repente me doy cuenta de que no puedo dejar sola a Isabella en la playa; llama mucho la atención, es bella y de apariencia tierna, y me irrita sobremanera que alguien se le acerque.

—¿Has usado alguna vez una moto de agua? —pregunto tratando de sacarla de la vista de todos.

—No —responde emocionada—, pero muero por subirme en una.

—Entonces eso es lo que haremos —le extiendo mi mano para ayudarla a levantarse—, pero primero comeremos algo.

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—No puedo creer que hayamos dado toda la vuelta a la isla —dice contenta—. Vimos delfines, ¿sabes cuántos años llevaba sin ver uno?

—No —respondo contagiado por su entusiasmo—, muero por saberlo.

—Fue en una excursión de fin de curso en la escuela. Mamá no quería dejarme ir, pero mi hermana intercedió por mí y costeó los gastos. De otro modo, mamá no habría podido enviarme —cuenta alegre—. Y en el último día de la excursión, los delfines aparecieron alrededor de nuestra embarcación. Fue muy bonito.

Sus anécdotas son muy diferentes a las mías. Comparadas con las suyas, las mías suenan frívolas y muy tontas. A veces la miro y pienso que todo es una pantomima, una especie de fachada bonita que me tiene encandilado, pero luego me doy cuenta de que hay cosas que no pueden fingirse. Así, mi metáfora del diamante cobra cada vez más relevancia.

—Pronto anochecerá, debemos volver —digo juntando nuestras motos y halándola un poco hacia mí para robarle un beso—. Las aguas son traicioneras, no quiero sustos.

—Vale —responde de manera despreocupada y, como siempre, sorprendiéndome al no hacerme una pataleta. La gran mayoría de mujeres que conozco son mimadas, así que normalmente hacerlas entrar en razón es algo desgastante.

Volvemos a la playa y nos sentamos en la arena a ver el mar y el atardecer. El sol empieza a descender en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos cálidos que, adornados con nubes dispersas, crean una fascinante imagen en colores dorados, naranjas, rosas e incluso un increíble tono púrpura.

De pronto, la playa parece un lugar mágico al bañarse con esta luz que hace ver a la arena dorada y resplandeciente. El sonido de las olas golpeando la playa de manera suave ayuda a la magia y me trae una sensación de tranquilidad y libertad. Miro hacia Isabella, quien está absorta en este momento y realmente me parece hermosa. El mar ya está cumpliendo su función de espejo de la bóveda celeste cuando estiro mi mano para ayudarla a levantarse.

—Mañana sí veamos el amanecer desde el balcón —dice enredando sus dedos con los míos.

—Entonces no tomemos licor esta noche, para poder levantarnos mañana —digo recordando que ella quería eso desde que llegamos.

—Yo pongo la alarma.

Tras sus palabras, la abrazo y la beso, asegurándome de disfrutar apropiadamente la suavidad y el candor de sus labios.

—Ha sido un gran día —dice con voz suave—. Gracias.

—Y aún nos queda la noche —beso su cuello y la pego a mí.




ADICTA A SUS BESOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora