Roberto es igual de alto que Alexander, quizás uno o dos años mayor, y con un cuerpo más ejercitado y musculoso. Supongo que esto último es lógico; debido a su trabajo, debe tener rutinas mucho más exigentes que las de mi ¿marido? Sí, marido, eso es. No es tan de catálogo como Alexander, pero no puedo negar que tiene ese aire de hombre rudo y parece destilar masculinidad por cada poro. Supongo que Cloe y mi hermana se lo estarían peleando en este momento si estuvieran a mi lado; ese es su tipo de hombre.
—Así es —respondo, sosteniéndole la mirada—, lo recuerdo.
No me gustaría que el abuelo escuchara esta conversación; podría impresionarlo y quizás enfermarlo, así que me vuelvo a sentar, indicándole al hombre que haga lo mismo.
—No creí que quisiera tocar el tema —confieso, tratando de mantener los dedos quietos para que no delaten mi nerviosismo.
—¿Por qué creyó que no lo haría? ¿Habría preferido que no lo hiciera?
Sus preguntas y su lenguaje corporal me inquietan un poco. No parece nervioso en absoluto; para él, esto parece una tontería y, si soy lógica, quizás lo sea. Está confiado.
—Porque normalmente el pecado es cobarde, señor Roberto —se ve ligeramente sorprendido, pero mira hacia otro lado, sonríe y vuelve a mirarme serio—. En cuanto a la segunda pregunta, eso me es completamente indiferente; la sensación de incomodidad que me genera no va a cambiar.
Lo veo tragar saliva y creo que me mira igual que en la discoteca.
—Alexander tenía razón, usted es una mujer con mucho carácter —baja su mirada al suelo un momento, como si estuviera recordando—. Es realmente bueno para juzgar a las personas.
—¿Qué quiere decir? —pregunto, sin poder esconder mi curiosidad.
—Aquella noche en el bar, cerca de la universidad, Alexander la vio por solo tres minutos y decidió que usted sería su esposa.
Había olvidado que fui a recuperar mi cuaderno de apuntes a ese lugar y supongo que fueron tres minutos lo que duré allí. Ahí fue cuando Alexander me vio. Una parte de mí quiere dar las gracias por eso, pero luego mi parte lógica salta y me grita que deje de romantizar esta situación.
—¿Por qué quiso enfrentarme? ¿Qué gana usted haciéndolo?
El hombre está por responder cuando llega el abuelo.
—Hola, muchacho, no me avisaron que habías llegado —dice el abuelo, saludando afablemente a Roberto, casi como si fuera un nieto más.
—Acabo de llegar, señor —responde Roberto, levantándose inmediatamente para saludar al abuelo—. Estaba pidiendo disculpas a la señora por la demora, pero tuvimos un percance.
—Supongo que nada grave, sino me habrían avisado, ¿verdad? —el abuelo se sienta en la silla a mi lado y Roberto vuelve a ocupar la que tenía frente a mí.
—No, señor, situación controlada.
—Bien, bien. ¿Ya tienes la información que te pedí?
—Sí, señor, ya le envié toda la información y las imágenes a su correo para que pueda constatar todo —responde Roberto, algo serio.
—No te preocupes, puedes hablar de mis asuntos con tranquilidad delante de Isabella, ella es familia.
El abuelo me estira la mano y no puedo evitar sonreírle y tomarla, sintiéndome bien al saber que me considera de verdad de confianza por ser la esposa de su nieto.
—Ahora me imprimes las fotos y me las entregas. No quiero saber nada más de computadores y esas cosas a menos que sea estrictamente necesario. Dame el informe resumido; sabes qué es lo que me interesa saber.
El abuelo finalmente recuesta su espalda en la silla y yo recupero mi mano e imito su gesto.
—El señor Noah acaba de volver al país. Está en la ciudad de Los Ángeles —puedo ver cómo se le iluminan los ojos al escuchar eso—, pero no regresó solo, está con una mujer y una niña de brazos.
El abuelo se inclina hacia adelante para escuchar con más atención.
—La empresa lo ha vuelto a ascender y lo han trasladado a esa ciudad. La mujer se llama Mía Martin, es médica y aún está en licencia de maternidad. La niña fue registrada con el nombre de Elizabeth.
El abuelo sonríe, limpia una lágrima y luego me mira.
—Elizabeth era el nombre de mi esposa —luego voltea a ver a Roberto—. Envíame el número de mi nieto y su dirección; cuadraré un almuerzo para hablar con él. Cuando tenga la fecha, te aviso para que organices el viaje —Roberto asiente mientras realiza anotaciones en su celular.
El abuelo me mira con nostalgia.
—Vamos a almorzar. Después miraremos con Roberto todo lo que tiene que ver con tu seguridad y esta noche conocerás a mi hijo Ronald y a mi nieto Sebastián —el hombre se levanta y yo lo imito—. Pronto conocerás al resto de la familia, todos te amarán.
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Cuando dijeron que tendríamos una charla de seguridad, no creí que ese fuera un tema tan extenso. No solo debo organizar mis movimientos con antelación para que ellos cuadren rutas y validen posibles peligros, sino que también me hablan de las páginas que visito, el tipo de información que es pertinente suministrar en medios electrónicos y, obviamente, presencial. Básicamente, no debo confiar ni en mi sombra, a duras penas en mi familia.
Siento algo de tristeza por el tipo de ambiente en el que se crió Alexander. No debió haber salido simplemente a tomarse un helado a un centro comercial con su grupo de amigos o a disfrutar de un partido de fútbol como los demás chicos; sus actividades debieron estar restringidas casi exclusivamente a las interacciones sociales en el colegio y en los clubes. Por eso Alexander ya no frecuenta el club. No parece una mala vida, pero no es la vida real.
Realizamos las entrevistas para mi "esquema de seguridad", como lo llaman ellos, y me he decidido por dos chicas que, a partir de mañana, estarán conmigo casi las veinticuatro horas. Me alegra que sean mujeres y que yo pudiera elegirlas, aunque a estas alturas ya no sé si considerarlas escoltas para mi seguridad o mis guardianas para que no escape.
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ADICTA A SUS BESOS
RomanceUna mañana, Isabella se despierta en la cama de un desconocido, sin recordar cómo llegó ahí. El hombre a su lado, Alexander, resulta ser un atractivo heredero de una familia poderosa, pero también con un lado oscuro: su abuelo le ha legado un negoci...