69. EL MOTIVO DE ROBERTO

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Ante el nombre de Sebastián, el hombre canta mucho y de forma muy afinada.

—Entiéndame, jefe, yo tengo familia, ¿qué más podía hacer?

Estamos encerrados a puerta cerrada en la oficina elevada, y el infeliz llora como si le hubiera hecho algo. Fuera de un par de golpes en el rostro, ni mis hombres ni yo le hemos hecho nada.

—Buscarme, eso es lo que deberías haber hecho. Lo único que no perdono es la deslealtad. Nosotros te recogimos, te dimos una oportunidad de trabajo que no te dieron en ninguna parte por ser un expresidiario y, ¿así es como nos pagas?

—Perdone, jefe, pero... —el hombre me mira con una mezcla de duda y miedo.

—Habla —digo en tono cortante.

—Pero todos los expresidiarios que ingresamos a laborar aquí tenemos en mente que fuimos elegidos por Roberto, que es a él a quien decidió a quien contratar, y eso de alguna forma nos crea también una deuda moral con esa persona. Fuera de eso, él nos hizo creer que así como nos hizo entrar, también nos podía hacer salir.

¡Idiota! Eso es lo que he sido hasta el momento habiéndole dado tanto poder a Roberto. Existe la percepción de que él tiene poder desmedido.

—Usted no venía mucho por aquí, solo veíamos al señor Roberto.

En este punto he dejado de escuchar las palabras de ese hombre y la ira se apodera aún más de mí. Me lleva viendo la cara de idiota hace mucho; el primer expresidiario ingresó hace aproximadamente ocho meses y los faltantes iniciaron hace seis. Abro la puerta y me paro nuevamente, posando las manos en la baranda.

—Muchachos, hoy será una jornada larga —hablo fuerte para que todos me escuchen—. Toda comunicación con el exterior seguirá restringida después de que me marche y hasta nuevo aviso. Nadie sale hasta que yo dé la orden.

Hago seña a dos de los hombres de Sebastián para que se acerquen.

—Ustedes dos se quedan y deben garantizar que lo que acabo de decir se cumpla —los hombres contestan de manera afirmativa y vuelven a su labor.

El resto del personal viene conmigo. La casa de Roberto está en un barrio relativamente medio. Son ya pasadas las seis de la tarde cuando toco el timbre de su casa y sonrío a la cámara que tiene en la entrada. No quiero alertarlo de nada, así que llego solo primero.

—¿Qué haces aquí? —pregunta con sorpresa el hombre—. No creí que tu mujercita te dejara salir aún y solo —me habla como si de verdad fuéramos amigos, y eso me enferma.

—No hay nada malo en pasar a saludar a un amigo, ¿por qué somos amigos, verdad? —lo miro directamente y sonrío.

Frunce el ceño y sonríe de manera forzada antes de contestar.

—Claro que sí, ¿qué tipo de pregunta es esa?

Camino detrás suyo y nos acomodamos en las sillas grandes de una sala con un televisor cuyo tamaño tan exagerado por poco no cabe en la pared.

—Una muy lógica, considero yo, cuando tu mejor amigo ha estado haciendo negocios a tus espaldas, usando mi nombre y hasta mis recursos.

Estoy tratando de sonar lo más calmado que puedo, pero temo que estoy a punto de perder esa calma. Realmente su traición me dolió, me sigue doliendo.

—¿De qué rayos hablas? —ante sus palabras le lanzo las evidencias que tengo.

—¿Cómo les está yendo a tu mamá y a tus hermanos fuera del país? Seguro que deben estar dándose la gran vida con tu ahora gran cuenta de banco —la expresión de seriedad se instala en su rostro y luego evoluciona a una de cinismo que no le conocía.

—Bueno, amigo, no me puedes juzgar por querer superarme en la vida, por querer dejar de ser solo tu sombra —trata de meter la mano entre los brazos de la silla y justo ahí uno de los hombres de Sebastián aparece y le apunta con un arma.

—Revisa la silla —le digo al hombre, quien al hacer lo que le pido encuentra un arma escondida entre el mullido mueble.

Los hombres habían entrado solo dos minutos después que yo a la casa, así que estaban pendientes y ya estaban revisando todo el lugar para no tener sorpresas.

—¿Cómo llegaste a mí?

—Eso no importa, lo que quiero saber es ¿por qué me traicionaste? —Esa es la única respuesta real que busco. Claro que quiero saber con quién está asociado y sus planes, pero esa información no me preocupa si se la saca Sebastián. Yo solo quiero saber por qué perdí a mi amigo.

—¿Es en serio? —se empieza a carcajear con ganas.

Es entre comillas una suerte que ni él ni yo estemos en condiciones de un confrontamiento físico. Estoy seguro de que si hubiera podido venirse sobre mí y golpearme, lo habría hecho, a juzgar por la mirada de odio con que me sorprende.

—Mírate, tienes todo lo que siempre deseé, lo que desea cualquier muchacho criado en los suburbios. Poder, mando, y eres tan imbécil que ni siquiera lo sabes usar, eres un pusilánime niño malcriado buscando la aceptación de su abuelo. Podrías ser el maldito dueño del mundo, podrías tener el imperio más grande de droga o contrabando, no importa. Tienen la maldita logística que nadie tiene y la están derrochando solo con migajas, transportando para otros en vez de ser los dueños de todo.

—No entiendo, ¿cuál era el plan? ¿Hacer que nos cobraran los insumos faltantes de cada embarque? ¿Que todas las mafias pequeñas nos tuvieran como objetivo hasta que finalmente muriéramos en una guerra?

Me mira divertido.

—¿Aún no lo adivinas? Pronto no serán más que la perra de un grupo grande. Ustedes ya no intimidan, eres tan imbécil que no te has dado cuenta de que, gracias a ti, en estos dos años el poder de la familia no ha hecho sino decaer. Y Sebastián, aunque se ha vuelto más rudo, no ha podido mantener el respeto de los grandes. Es una lástima que él tampoco tenga ambiciones; de ser así, lo habría seguido a ojos cerrados.

—Ambición, todo es por ambición. —estoy dolido por su respuesta—. ¿Alguna vez fuiste mi amigo?

—¿De un niño mimado como tú? —emite un sonido de bufido—. Llegaste a un barrio muy pobre con ropa de marca y unas zapatillas que costaban lo de seis meses de alimento para mi familia, ¿tú qué crees?

ADICTA A SUS BESOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora