87. CAJAS DE DINERO

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Estoy en medio de una prueba de valor y lealtad. No veo otra explicación a mi participación en esta incursión. No me importan las montañas de dinero que dicen están en el interior de ese edificio, pero me motiva ver la cara de los Williams al saber todo lo que perdieron en menos de veinticuatro horas.

El celular vuelve a sonar y me doy cuenta de que es Sebastián, pero no quiero contestar, así que quito el sonido y lo guardo de nuevo en el bolsillo.

Me pasan una máscara y me la pongo de inmediato. Las calles del barrio están vacías, lo cual agradezco, pues no hay forma en que cinco camionetas negras con vidrios oscuros, en caravana, no llamen la atención al estacionarse.

—Una vez que estemos en el cuarto piso, mandas tú —dice Michael.

—¿Qué? —pregunto con incredulidad.

—El jefe está ocupado, así que tú eres el siguiente en la cadena de mando. La primera parte está planeada, pero adentro, tanto dinero será una tentación. Deberás amarrarte los pantalones y mostrarte muy seguro para que los hombres te sigan sin dudar.

Una mano, tratando de animarme, reposa en mi hombro por segunda vez en este día.

—Todos vieron que, a pesar de tu apariencia de modelito, no te arrugaste esta madrugada y que incluso pensaste lo suficientemente rápido como para usar el arma sin matar a esa mujer. Te irá bien. Cuando bajemos del vehículo, da la orden de iniciar.

Estas son el tipo de cosas que siempre le dejé a Sebastián, y ahora maldigo no tener la experiencia y el entrenamiento suficientes, pero no tengo más opción que hacerlo, y hacerlo bien. Todo termina hoy, me repito.

Bajo del vehículo ya mentalizado, dejando que la ola de experiencias amargas que nos ha creado esa familia encienda en mi pecho todo el rencor y la determinación de la que soy capaz.

—Muchachos, a lo que vinimos.

Mi voz salió más gruesa y firme de lo que recuerdo haberla tenido. Un sonido afirmativo y generalizado surge de los casi veinte hombres que salimos de las camionetas negras. Camino a paso firme, con Michael a un lado y Fausto al otro.

La gruesa puerta de vidrio de entrada al edificio estaba sin seguro, así que el encargado de la recepción recibe un disparo directo en la frente, cortesía del primer hombre en cruzarla. Me sorprende, pero no digo nada y sigo caminando como si nada pasara. Saben qué hacer, eso es un hecho. Uno de los hombres se ubica tras la recepción y apaga las cámaras para que dejen de grabar.

—Deja el edificio sin electricidad.

Le ordeno a ese hombre, pensando en las posibles alarmas que puedan activarse. El resto de los hombres de Richard inician carrera escaleras arriba, así que volteo a ver a los míos.

—¿Se van a dejar ganar? Los necesito pendientes de que ninguno de ellos coja nada sin mi autorización. El que lo haga deberá correr la misma suerte que aquel hombre.

Si Isabella me escuchara, realmente me odiaría. Acabo de decirle a mis hombres que pueden matar, y eso es algo que nunca imaginé. Pero no puedo mostrarme como alguien débil o lleno de escrúpulos. Todos corren escaleras arriba, excepto dos hombres que quedaron como campaneros abajo, acompañando a nuestro chico de sistemas.

Llego al cuarto piso apenas cuando la puerta se abre y las balas empiezan a volar de un lado al otro. Las películas de acción con mucha bala siempre fueron mis favoritas, pero desde este momento ya no será así. El chaleco antibalas en mi cuerpo está bien, pero eso solo minimiza el riesgo, no lo elimina. Desenfundo mi arma, retiro el seguro y me incorporo a la acción. No puedo exigirles nada a esos hombres si no me ven también arriesgando el pellejo.

Hay dos hombres muertos, un tercero se retuerce de dolor en el suelo, tratando de cubrir su herida con la mano para frenar la hemorragia, mientras que, agazapados en algún rincón, hay otros dos que no nos permiten seguir avanzando. Miro a todos lados y no veo algo lo suficientemente grueso como para usar de escudo, así que necesito encontrar la forma de terminar esto pronto. El tiempo avanza, y alguien debió haber llamado a la policía para reportar los disparos.

—¡Alto! —grito.

Con eso, tanto los hombres de Richard como los míos dejan de desperdiciar balas.

—Mensaje para los dos hombres escondidos: esto es muy fácil. Somos muchos más, así que no hay forma en que esto termine bien para ustedes. Lamentablemente, esto no es un maldito videojuego, así que ya deben tener muy poca munición. Sean inteligentes, arrojen sus armas, salgan con las manos arriba y respetaremos sus vidas. Tal vez alguien más les ofrezca trabajo.

Michael voltea a verme; supongo que no le gustaron mis últimas palabras, pero ni modo.

—¿Cómo sabemos que no nos van a matar cuando salgamos? —contesta alguien detrás de un muro, que supongo es el inicio de un pasillo hacia las habitaciones.

—No lo saben; tendrán que dar ese salto de fe —respondo—. Contaré hasta cinco; si no tengo una respuesta positiva en ese momento, cambiaremos de estrategia y, veinte segundos después, estarán muertos. Deberían arriesgarse; al fin y al cabo, solo una de esas dos opciones les da la posibilidad de sobrevivir —inicio a contar en voz alta.

Con el número tres, las armas salen deslizadas en nuestra dirección y los dos hombres salen con las manos en la cabeza.

—Ustedes, átenlos —ordeno a dos de los hombres de Richard y me sorprendo cuando me obedecen de verdad—. El resto, a buscar lo que vinimos a buscar; tenemos un minuto para encontrarlos y tres para salir de aquí.

Casi digo que aquí no hay nada, hasta que un chico encuentra algo extraño dentro de un armario. Retiramos la tapa del fondo del armario y encontramos una habitación pequeña con, no puedo creer lo que voy a decir, cajas de cartón repletas de dinero. Son treinta y dos cajas; las numeré y las cerré con cinta que encontré en grandes cantidades en esa misma habitación. Todos tuvimos que cargarlas, y fue algo más demorado de lo esperado.

—Mejor mátennos —dice uno de los hombres amarrados—. Cuando ellos vuelvan y se den cuenta de que se llevaron todo, nos matarán sin dudarlo.

Volteo a ver a los dos hombres sanos.

—Júrenme lealtad —les digo—. Háganlo y vendrán con nosotros.

Me miran con incredulidad, mientras que atrás mío alguien me apura para que salgamos de allí.

—Bien, pero no sabemos quién es usted; no podemos jurarlo.

Sonrío al escuchar eso y solo libero sus piernas.

—Eso son detalles que solucionaremos después. Vengan con nosotros.

El herido nos ve pasar, pero no puede decir nada. Sabe que no le queda mucho tiempo de vida. En algún momento, la presión que ejerce sobre su pierna disminuirá, y su sangre escapará a gran velocidad, provocando que se desangre mucho más rápido y muera. Del apartamento bello e inmaculado al que entramos, poco queda. La alfombra está manchada de sangre, hay cadáveres en el suelo, muebles astillados, vidrios rotos y muchos casquillos de bala por todos lados.

Los vehículos toman diferentes direcciones, pero nos reuniremos en una pista clandestina, donde ya nos espera un jet que nos llevará a un destino seguro. Nos hemos alejado unas cuantas cuadras cuando escucho el sonido de las sirenas y veo los vehículos de la policía que se cruzan con el nuestro completamente ignorantes de que somos a quienes buscan. La operación duró diez minutos y, normalmente, la policía llega en doce.

Ahora sí siento cansancio y mucha hambre.






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