Ya estoy camino a recoger a Isabella, pero no me contesta las llamadas. Hablo con mi tío para confirmar que todos están bien.
—Está bien físicamente, pero no ha querido salir de esa habitación desde que la dejaste esta mañana. Enola está con ella, tratando de calmarla y hacerla entrar en razón, pero por ahora no lo ha conseguido. Prepárate, porque cuando llegues, no te espera un buen panorama.
Temía eso, pero no importa; no la voy a perder, no puedo perderla después de todo lo que he hecho. El regreso se me ha hecho absurdamente largo, pero finalmente he llegado a la ciudad. Mi celular pita como loco, anunciando la entrada de correos, llamadas perdidas y mensajes de diferentes aplicaciones, pero no les presto atención. El mundo volverá a girar para mí una vez que tenga a Isabella en mis brazos y ella esté calmada.
No estoy seguro de cómo lo haré, pero lo haré. El vehículo se detiene en un semáforo, y desde la ventana alcanzo a ver pequeños puestos de flores en medio de un parque. Pido que se orillen donde puedan para comprar algunas. Sé que las flores por sí solas no lograrán nada, pero pueden ayudar a ambientar el momento.
Una mujer de mediana edad me atiende con una gran sonrisa y me muestra con paciencia todo lo que tiene en su puesto. Hay tantos tipos de flores y tantos colores que me es difícil elegir un ramo, a pesar de las buenas intenciones de la mujer. No conozco realmente los gustos de Isabella en flores, así que me dejo llevar por mi instinto, que me grita que siga las películas cliché. Así, mi decisión se vuelve más fácil: rosas rojas o margaritas. Al final, elijo las rosas, pues no quiero arriesgarme al tonto deshoje de las margaritas y que el último pétalo le diga que no la amo o que me deje.
—Tal vez debería incluir un globo o un oso. Parece que su falta fue grave —dice la mujer, mirándome de arriba abajo—. Tiene usted cara de tragedia.
Sonrío algo apenado por mostrarme tan transparente ante una desconocida, pero, en mi defensa, me es difícil controlarme al sentirme lejos del peligro. Es como si ahora todo mi sentir estuviera focalizado en ella, preocupado ante la posibilidad de perder a quien he decidido que es mi hogar.
—¿Dónde puedo conseguir un oso gigante? —pregunto, aceptando automáticamente su idea.
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Ignoro la cara de incredulidad de mi tío al verme pasar con el ramo de flores y un oso igual de grande que yo. Toco la puerta y, sin esperar respuesta, la abro un poco, introduciendo primero el oso para que trate de cumplir con su misión. No es sino hasta que mi tía termina de abrir la puerta y pasa a mi lado que me animo a seguir.
—Solo está muy preocupada por ti, tenle paciencia. Si me disculpas, tendré una pelea con mi marido para que también me traiga detalles de estos —dice la tía Enola, tocando el oso antes de seguir su camino.
Le sonrío con gratitud; sé que ha abogado por mí todo este tiempo ante Isabella. La tía Enola es una gran persona y, hasta donde recuerdo, es la persona favorita de Sebastián. Miro ahora al interior de la habitación y la veo sentada, con la espalda recostada al cabecero de la cama, mirando en mi dirección. Me acerco, emergiendo de detrás del gran peluche con las flores en la mano.
—No es culpa de las flores ni del oso. Puedes recibirlos sin perdonarme.
En su rostro es evidente su debate entre expresar o no su agrado por mis obsequios. Trato de mantener oculta mi sonrisa de alivio al constatar que el oso está cumpliendo con su cometido y desquebrajando de a poco la barrera que Isabella ha puesto entre nosotros.
—Imagino que en esa tienda no aceptan devoluciones.
Ante esas palabras, dejo el oso al lado que supongo sería el mío en esa cama. Es tierna y completamente transparente en su pensamiento. El rostro de mi mujer no es capaz de esconder sus emociones, así que, amparado en eso, doy el siguiente paso.
—Todo está arreglado, Isabella. Ya no estamos en peligro y, definitivamente, no habrá más reuniones extrañas, ni más "clientes especiales" por los cuales temer.
Su mirada esmeralda escudriña mi rostro como si pudiera identificar la marca de una mentira. No miento; ya no hay otros clientes. Solo será Richard, así que no habrá negociaciones especiales, ni tendré que ocultar que nos conocemos. Podemos decir que simplemente es un empresario emergente que conocí durante mi luna de miel en Ibiza. Eso explicará al mundo cuando sea necesario encontrarnos.
—¿No me estás mintiendo? ¿No habrá otros peligros?
Le entrego las rosas y, durante ese proceso, nuestras manos se tocan de manera involuntaria. Aprovecho para dejar las mías sobre las suyas.
—No te puedo garantizar que no habrá problemas futuros, así como no puedo garantizar que mañana hará sol —acorto aún más la distancia entre nuestros cuerpos—. Lo que sí te puedo decir es que haré todo lo que esté en mi mano para que nuestra familia esté bien y no volvamos a vivir situaciones peligrosas o desesperadas como las de estos últimos días.
—Aquel hombre que llegó contigo era Richard, ¿verdad? El hombre que me presentaste en Ibiza.
Le contesto con un movimiento afirmativo de cabeza.
—¿Él es un hombre peligroso?
Sabía que preguntaría algo así. Yo mismo me dije muchas veces que sí, que Richard era un hombre impulsivo y peligroso, y que por eso estaba ganando tanta fama, pero estos días he comprobado que no es así. Es metódico, calculador; todo lo que hace está pensado y medido. Es un hombre de palabra a quien es mejor mantener como amigo.
—Ya te lo dije esa noche: es un amigo. Uno que me ayudó a rescatarte, así que ahora le debo mucho.
—Murió gente durante mi rescate, ¿verdad?
Me gustaría negárselo, pero ella vio un muerto durante el rescate. Tomo las flores de sus manos y las dejo sobre la mesa de noche para poder abrazarla completamente. No llora; supongo que ya no le quedan lágrimas. Aun así, pequeños suspiros escapan de sus labios y me hacen pensar en lo que de verdad la tortura.
—Fue inevitable, Isabella. Pero no matamos a nadie a sangre fría, no fuimos por ahí disparando a lo Rambo. Hicimos todo lo que pudimos para mitigar los daños.
—¿Por eso tienes las manos así?
Ante su pregunta, me separo ligeramente de ella y miro una de mis manos. Efectivamente, está llena de magulladuras por los golpes que le di a Antony.
—Es mejor que me duelan las manos y no la conciencia —respondo, volviéndola a abrazar.
—Estaba tan asustada de perderte... Me aterraba no volver a verte y, luego de que me rescataste y te fueras, temí que esta experiencia te cambiara, que al volver ya no fueras mi Alexander, el Alexander que amo.
La fuerza de su abrazo se intensifica, y ahora sé que estoy a nada del perdón total.
—Mientras te tenga a ti, siempre trataré de hacer las cosas bien.
Hala del cuello de mi camisa y nos fundimos en un beso que ambos necesitábamos. Un beso que concentra el sentimiento de las horas alejados y con el cual nuestras almas se vuelven a sentir completas.
—Debes descansar —dice entonces—. Te ves agotado.
Niego con la cabeza.
—No. Si estás de acuerdo, me gustaría que fuéramos a acompañar a Noah. Mañana en la mañana será el entierro de Mía.
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ADICTA A SUS BESOS
RomanceUna mañana, Isabella se despierta en la cama de un desconocido, sin recordar cómo llegó ahí. El hombre a su lado, Alexander, resulta ser un atractivo heredero de una familia poderosa, pero también con un lado oscuro: su abuelo le ha legado un negoci...