XXVI

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20 de octubre de 2021

Querida Julia:

No volvimos a hablar en un largo, largo tiempo; exactamente transcurrieron tres años, tres meses y nueve días. ¿Muy exacto? Tal vez. En mi defensa, era terrible no poder acercarme a ti en ningún momento. Me perdí tres de tus cumpleaños, aunque te hice llegar los regalos a través de Adriano; no conseguí consolarte cuando asesinaron a tu hermano mayor, y tú no estuviste a mi lado cuando mi cuñada murió dando a luz a su hijo y éste falleció poco después; no pude ver la felicidad en tus ojos al ver a tu sobrino Andrés recién nacido... En definitiva, fue un periodo en el que nos necesitamos con urgencia, pero no cediste en ningún momento; y cuando trataba de acercarme, era repelida por tu mirada a cada segundo.

Por otra parte, gracias a nuestro distanciamiento, mis padres tomaron la decisión de que no podían estar esperando a que yo «eligiera» a algún joven carismático, por lo que comenzaron a ser más selectivos; tenía que casarme antes de que terminara siendo una vieja solterona, y yo no tenía poder de voto en esa decisión. Tuve que aguantar largas cenas con hombres hasta treinta años mayores que yo, amargados, machistas, impotentes, incapaces de verme más que como un medio para tener hijos.

Claudia fue mi apoyo durante esos años, lograba que su esposo interviniera cuando mis progenitores estaban a punto de comprometerme con cualquiera, sacando cientos de argumentos y prometiendo que él buscaría a un pretendiente «más digno de su única hija». Pablo fue un muy buen hombre, no lo negaré, aun cuando tuvo sus malos meses en el 65.

Escondí mis sentimientos en un baúl con cadenas y candados, no busqué ayuda médica, pero prácticamente estuve viviendo los siete días de la semana en la iglesia, hablando con Dios; siempre esperando a que me expiara de esos espantosos pecados y me señalara el camino correcto. Mi padre llegó a pensar que me iba a meter a monja de un día para otro, por lo que me limitó las idas a la iglesia a tres por semana y, pensando que mis acciones se debían a que yo no tenía voz en sus decisiones acerca de mi vida, me prometió tomar un poco en cuenta mis sentimientos y dar mi mano al hombre que yo considerara correcto.

Finalizando 1963, Antonio llegó de sorpresa a casa, después de haber estado dos años en misiones, y vino con su vicealmirante.

—Papá, mamá, les presento al grandioso Arturo Carvajal. —Siempre fue tan expresivo acerca de sus amistades—. Arturo, él es Antonio y ella, Elvira, mis padres. —Los señaló mientras recorría la sala con la mirada, para ver quiénes estábamos ahí—. Mi hermano Pedro y mi pequeña hermana Isabel. A mi hija Rosa ya la conoces.

Una vez que nuestros ojos se encontraron, no despegó su mirada de mí, haciéndome sentir incómoda.

Arturo era un hombre imponente, de gran porte, alto y musculoso. Tenía el cabello negro cortado al estilo militar, la piel bronceada debido a todas las horas que tenía que estar al sol; sus ojos grises eran impenetrables, a veces daba la sensación de que era capaz de descubrir hasta el más recóndito rincón de tu mente con sólo mirarte.

Toda mi familia quedó prendada de él en ese instante, todos menos yo. Mi mamá se deshizo en atenciones hacia él, y mi papá se reía de todos los chistes que él contaba, fuesen graciosos o no. Hasta mi sobrina, de dieciséis años, estuvo a su lado toda la noche y los días que se quedó en la casa; a Antonio no le incomodaron las actitudes de su hija, creo que tenía la esperanza de que Arturo la viera como una mujer y le pidiese su mano. Sin embargo, al militar no le importaban todas esas atenciones que recibía, ya tenía un objetivo en mente desde que entró al hogar Osorio y nada lo iba a disuadir: me quería como esposa.

Yo no lo sabía en ese momento, no llegué ni a sospecharlo hasta que, podría decirse, fue demasiado tarde. Él era encantador, no lo negaré, era todo lo contrario a ti, no había nada en él que me recordara a ti y eso era bueno; con él olvidaba todos los sentimientos erróneos que habían florecido tiempo atrás. Salíamos todos los viernes a comer o al cine, Pedro nos acompañaba sin falta, aún sin acostumbrarse a estar viudo.

Fue en enero de 1964 cuando Arturo pidió mi mano en matrimonio. Estábamos cenando en un buen restaurante de la localidad; además de mi familia, invitó a Pablo junto a Claudia y sus hijos, resultó que se conocieron cuando eran más jóvenes y Arturo quería que estuvieran con nosotros «en ese momento tan especial»; por más acogedor que él intentase hacer el momento, tú no estabas y me hiciste una falta terrible. Cuando me lo propuso de rodillas, ensuciando su inmaculado traje de militar, no pude evitar imaginar que la persona a la cual yo le iba a dar el sí era a ti y no a él.

—Sí, sí acepto —me obligué a pronunciar, al notar todas las miradas en mí pues por culpa de mis divagaciones, pasaban los segundos y yo no había dicho nada.

—Señoras y señores, les presento a la futura señora de Carvajal —anunció, levantándose y tomándome de la cintura.

Todos aplaudieron. Comencé a llorar y me forcé a sonreír. Aún no sé si mis lágrimas eran de felicidad, tristeza o decepción.

Con amor,

Isabel

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