LXXXIX

624 95 9
                                        

16 de abril de 2022

Querida Julia:

Nunca supe cuál era la apreciación de Claudia sobre la palabra «poco», porque te puedo asegurar que esos «pocos ahorros» que nos dio eran casi lo que me podían pagar en un año. Quise ir y devolverle una parte, pero no me dejaste.

—¿Por qué? —pregunté con un puchero.

—No te lo va a aceptar de vuelta, Isabel —respondiste, a la vez que sacabas con paciencia nuestras cosas de la maleta y las ibas guardando en el closet—. Algún día se lo podremos retribuir. Lo haremos, mi amor, te lo prometo.

No lo hicimos. Después de esas fechas, perdimos el contacto con Claudia por varios años lamentablemente.

Al inicio nos costó acostumbrarnos al nuevo ritmo de vida. La señora Griselda era muy estricta, pero sé que en lo más recóndito de su corazón nos llegó a tener un poco de aprecio.

Septiembre llegó en un abrir y cerrar de ojos. Las clases iniciaron, por lo que volví al trabajo mientras tú buscabas algo que pudieras hacer; no obstante, por la época era muy difícil, más que nada porque no tenías ninguna carrera, ni siquiera eras maestra normalista como yo, así que tus opciones eran muy limitadas.

Casi finalizaba el año cuando se me ocurrió algo que de seguro amarías hacer... Vale, la idea no fue 100 % de mi autoría, sólo estuve en el momento y lugar indicados.

Estaba en la puerta del salón de clases, esperando a que llegaran más niños. Había algunas mamás que siempre se quedaban después de dejar a sus hijos; y en ese momento escuché casualmente una conversación de dos de ellas, entre las cuales reconocí a la mamá de Julián (¿recuerdas al niñito pelirrojo que comenté hace varios días? Bueno, él).

—Andreita quiere aprender a tocar piano. ¿No conocerás a nadie? —preguntó la mamá de mi alumno a la otra.

—No, Victoria. Si sé de alguien, te aviso al momento.

No pude evitar pensar en que ésa era una oportunidad perfecta. Sin querer, me quedé mirándolas fijamente por mucho tiempo y se dieron cuenta. Me sonrojé al saberme descubierta.

—¿Isabel, cierto? —cuestionó la señora Victoria.

—Sí, señora Reyes —respondí.

—¿Conocerá a alguien por casualidad?

—De hecho, sí. Tengo una amiga que toca piano de una manera magnífica, sublime.

Ella se quedó pensativa.

—¿Cómo podría contactarla?

—Hablaré con ella hoy mismo. De seguro mañana podría venir si usted gusta.

Asintió complacida, se despidió y se fue.

Te emocionaste mucho cuando te informé de las buenas nuevas, aunque también te pusiste nerviosa.

—Pero ¿dónde daré clases? ¡Ni siquiera tengo piano! Y no sólo eso, Isabel, sino que tampoco tengo un método para seguir; ¿qué pensará de mí? ¿Y si no le caigo bien a su hija? ¿O a ella? No quiero hacerme falsas ilusiones. Además, yo no toco de una manera «magnífica, sublime», quién sabe qué expectativas tendrá de mí, ¿y si no puedo cumplirlas?

No pude evitar reírme. Tú no dejabas de parlotear y de caminar por todo el cuarto. Me acerqué a ti, tomé tu cara entre mis manos y te besé.

—Todo estará bien —te prometí.

Con amor,

Isabel

Un minuto másDonde viven las historias. Descúbrelo ahora