LXXVII

1K 124 116
                                    

19 de marzo de 2022

Querida Julia:

Los Quiroga debían volver el 7 de enero, por lo que decidí hacer una cena el día anterior, para disfrutar cómodamente de nuestras últimas horas solas por un tiempo. Salimos en la mañana para comprar comida; aunque te dije que era para reponer lo que habíamos gastado en ese tiempo (en parte lo era), la verdad fue que aproveché para adquirir lo necesario para la sorpresa que quería hacerte. Sí, aún no había conseguido trabajo y estábamos estirando mis ahorros lo más que podíamos, pero aun así quise darme ese gusto (comprar de más para la cena) sólo por ti, para ver una sonrisa en tu cara y saber que yo era la causante.

Antes de llegar a la casa de Claudia, pasamos por un pequeño puesto de venta de flores; te pedí que te adelantaras mientras yo revisaba unas cosas, accediste a regañadientes. Cuando te perdí de vista, me devolví hasta el lugar y pedí media docena de margaritas.

—¿Quiere sorprender a su esposo, señora? —me preguntó amablemente la mujer que atendía.

Dejé escapar una risa mientras me encogía de hombros.

—Algo así —respondí sin quitar mi sonrisa. Le di el dinero y ella me dio las flores.

—Espero todo salga bien.

—Gracias, señora. Yo también. Que tenga buen día.

Te alcancé unos metros antes de nuestro destino. Mirabas tus zapatos distraída y estabas un poco cabizbaja. Llegué a tu lado sin decir una palabra y te murmuré un te amo; saltaste sorprendida y asustada, y luego me miraste con los ojos entrecerrados.

—Ten, Julia. Esto es para ti. —Te extendí las margaritas y tus hermosos ojos se iluminaron. Mi corazón dio un pequeño brinco dentro de mi pecho—. Te amo —repetí.

—También te amo, Isabel. —Te pusiste un poco de puntillas para dejar un beso en mi mejilla, sentí cómo ésta se ponía roja y no pude evitar que una sonrisa de oreja a oreja surgiera en mi cara.

Cuando llegamos a la casa ya eran pasadas las doce y tú te estabas muriendo de hambre, así que cociné el almuerzo rápido (niños envueltos, tu plato favorito) mientras tú hacías jugo de parchita bajo mis instrucciones. Después de almorzar, nos sentamos en la sala y te pusiste a leer un libro, yo te observaba detalladamente y a veces alzabas la mirada, haciendo que nuestros ojos se encontraran. Eran casi las cuatro de la tarde cuando bostezaste y te estiraste en el sillón, tus ojos se aguaron y me miraste penosa.

—Tengo sueño —susurraste, y yo me carcajeé.

—¿En serio? —Seguí riendo mientras me paraba y me acercaba a donde estabas—. Vamos a dormir un poco, entonces.

Tomé de tus manos el libro que habías estado leyendo, Historia de dos ciudades de Carlos Dickens (sí, Julia, sé que es Charles, pero te recuerdo que en aquellos años traducían hasta los nombres), y nos dirigimos a la habitación; te dormiste en menos de cinco minutos, me recosté a tu lado y abrí el libro para leerlo un rato. Cuando terminé de leer el capítulo V «La taberna», me levanté y fui a la cocina para comenzar a hacer la cena.

Con toda la parsimonia del mundo (porque sabía que tardarías en despertar) preparé el pasticho y los panes con ajo. Serví la mesa mientras la comida estaba en el horno, fui al cuarto y seguías durmiendo, así que me acerqué y me senté a tu lado.

—Julia —dije suavemente, a la vez que acariciaba tu cara—. Amor, despierta. —Te quejaste abrazando más las almohadas—. Por favor, amor. Tengo una sorpresa para ti. —Alzaste la cabeza para mirarme, tenías los ojos entrecerrados—. ¿Quieres verla? —Asentiste, aunque volviste a poner la cabeza en la almohada—. Debes pararte y arreglarte para verla, ¿vale?

Un minuto másDonde viven las historias. Descúbrelo ahora