LXII

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08 de febrero de 2022

Querida Julia:

Te veo dormir, tus arrugas se tornan difusas y no puedo evitar sonreír al recordar nuestro hermoso pasado. Siempre fui la más extrovertida de las dos, ¿recuerdas? Yo le daba la locura a la relación y tú añadías una pizca de cordura; era una relación bastante equilibrada y perfecta.

Desde aquella tarde, no perdíamos oportunidad para que nuestros labios se siguieran encontrando, ya fuera en mi casa, en la tuya, en un rincón escondido de cualquier parque, en el cine y hasta en los vestidores de las tiendas cuando íbamos a comprar algo. Parecíamos adolescentes enamoradas y eso me encantaba. Te llevaba obligada a circos (sí, sé que no te gustaban, pero a mí sí y me complacías) y ferias, siempre escapando del escrutinio de quienes nos acompañasen.

Dios, aquel día lo recuerdo tan bien. La feria había llegado a la ciudad y yo quería montarme en la montaña rusa (la cual no se parecía en nada a las de hoy), pero tú no querías, claro; siempre has odiado las alturas y la velocidad. Te rogué y te rogué, nos llevaba detrás de los árboles y te besaba hasta que nuestros pulmones no podían más. Terminaste aceptando, por supuesto, ¿quién podría negarse a mis encantos?

Así que te llevé a rastras hasta la fila, estabas pálida y sudabas mucho, tanto que casi me haces sentir culpable. Aun así, no flaqueé en mi decisión y tomé tu mano fuertemente, a la vez que la fila avanzaba y subíamos a nuestros asientos. Te aseguraste bien el cinturón y la barra de seguridad, tomaste mi brazo con todas tus fuerzas y escondiste la cabeza en mi hombro.

Al bajarnos, no me hablabas, trataste de desaparecer entre la gente, muy molesta. Te seguí a una distancia prudente, dándote tu espacio. Me detuve en un puesto de comida y compré un algodón de azúcar azul, corrí para adelantarte y atravesarme en tu camino, colocando el dulce como si fuese un ramo de flores que te iba a dar.

—Gracias —dijiste sin muchas ganas, y comenzaste a comer en silencio.

Sabía que había metido un poquito la pata, aunque no me arrepentía. Miré a nuestro alrededor, viendo qué podía hacer para animarte. Casi al final del terreno, estaba una pequeña casa del miedo destartalada, a la que nadie entraba; sabía que te gustaban esas cosas, por lo que te sugerí entrar. En la oscuridad, besé toda tu cara, especialmente tus labios, caminábamos un poco y yo volvía al ataque. Al salir, ya estábamos tomadas de las manos y me habías perdonado el mal rato.

—Te amo —murmuraste, y sonreí.

Con amor,

Isabel

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