LXXXI

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26 de marzo de 2022

Querida Julia:

Claudia supo de un trabajo para mí en junio, a través de una conversación en el mercado. Era una escuela pequeña, no tenía mucho tiempo y estaba al otro lado de la ciudad; una de sus profesoras se había ido sin avisar y necesitaban de urgencia a otra para finalizar el año escolar. Apenas me informó, fui prácticamente corriendo hasta el lugar y tuve que esperar un par de horas para hablar con la directora, aunque después me informaron que ella se había tenido que ir y me atendería la subdirectora; ésta me hizo muchas preguntas, entre ésas, claro, por qué no había trabajado antes.

—Hubo ciertas situaciones en mi familia estos años, por lo que preferí ayudar en la casa antes que trabajar. Gracias a Dios, ya todo se solucionó y puedo hacer lo que siempre he deseado: enseñar.

Asintió levemente y siguió revisando mi currículum. Un par de preguntas más y me acompañó hasta la puerta.

—La esperamos mañana, señorita Osorio. Sea puntual.

Me presenté al día siguiente, recuerdo que era miércoles pero no la fecha; sé que fue la primera semana del mes. La directora (una hermana regia, aunque amable) me recibió en la puerta principal veinte minutos antes de las siete. Entregó en mis manos una pesada carpeta, donde estaba todo lo que los niños habían estudiado y lo que faltaba; me mostró el lugar y al final del recorrido me dejó en el salón de segundo grado, sección "A".

—Los niños irán llegando directamente al salón, señorita Osorio. Todos los días será así, menos lunes y viernes, ya que entonamos el Himno Nacional; en esos momentos estaremos en el patio central y usted es la responsable de que sus estudiantes estén a la altura, ¿entendido?

—Sí, sor Rafaela. Entendido.

—Que tenga buen día.

Sin decir más nada, se retiró y yo me quedé observando el salón. La pared en la que estaba la puerta tenía ventanas en la mitad superior, en la otra mitad había varios dibujos; la paralela a ésta era igual, pero con más ventanas y tenía cortinas; la del fondo tenía una cartelera vacía que ocupaba gran parte; y en la que yo tenía a mi derecha, había un gran pizarrón verde, a su lado estaban las letras del abecedario y las tablas de multiplicar. Por otra parte, en el lugar había cinco mesas cuadradas, con cuatro sillas en cada una, y una rectangular frente al pizarrón y una solitaria silla.

Los niños estuvieron encantados de conocer a una nueva persona y los tuve revoloteando como por cinco minutos a mi alrededor. Lo único que podía hacer era reírme. Los padres fueron muy formales y se presentaron con una, máximo dos frases.

«Profesora Isabel Osorio», escribí en el pizarrón con letra imprenta y grande.

—¿Saben leer? —Todos asintieron emocionados—. ¿Qué dice ahí?

Muchas manos se agitaron en el aire. Miré sus jóvenes rostros y escogí a un niño pelirrojo que la alzaba tímidamente.

—Pro-fe-so-ra I-sa-bel O-so-rio —pronunció con cuidado.

—¡Bravo! ¿Cuál es tu nombre?

—Ju-lián Re-yes.

—Bien hecho, entonces, Julián Reyes.

Durante las siguientes horas repasé con ellos lo que ya habían estudiado, les hice leer un poco en voz alta y, por último, llevamos a cabo un juego para presentarnos.

Cuando volví a casa, no podía dejar de sonreír, estaba feliz y sentía que por fin estaba haciendo algo. Esa noche, hasta Pablo se permitió ser un poco como era antes. Y cuando todos se fueron a dormir, tú y yo hicimos el amor como la primera vez.

Con amor,

Isabel

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