CXVI

383 64 5
                                    

12 de septiembre de 2022

Querida Julia:

Siempre fuiste una persona bastante seria y madura, sin embargo, tu lado divertido e inocente surgía cuando estabas conmigo. Como prueba está nuestro primer viaje a Mérida, que logré hacer luego de rogarle por meses a tu hermano Adriano hasta que cedió a prestarme su carro para llevarte a la Ciudad de las Nieves de sorpresa.

Durante el primer trayecto me preguntabas cada dos por tres que por dónde íbamos y por dónde acabábamos de pasar. Tú nunca habías salido de Caracas y sus alrededores, el resto de Venezuela era desconocido para ti; lo que sabías era por libros, fotos o historias.

Nuestra primera escala fue el estado Lara, que estaba a unas siete horas de la capital, si mal no recuerdo. Creíste que ése era nuestro destino y empezaste a hacer planes, los cuales se vieron destruidos cuando al día siguiente le agradecimos al hermano de Emilio su hospitalidad, nos despedimos y emprendimos otras ocho horas de viaje.

—Espero que no marees mucho —comenté, al salir de Barinas y empezar el ascenso al páramo.

—¿A dónde vamos, mi amor? —preguntaste por enésima vez, yo sólo me reí.

Cuando las curvas empezaron, bajé considerablemente la velocidad y fui con cuidado; te miraba cada tanto, pendiente de que no te marearas y vomitaras sin previo aviso. Íbamos como a dos tercios de camino cuando me detuve en un restaurante para que comiéramos un poco.

—Poquito, Julia Villarreal —te repetí, al sentarnos a la mesa.

Pero al ver el menú obviaste mi petición y terminaste pidiendo una capacha doble con jamón y queso de mano y cochino frito; te tomaste dos refrescos y, a parte, disfrutaste de fresas y melocotón con crema.

Me golpeé mentalmente por no haber podido evitarlo. Eso nos retrasaba más, no podíamos irnos de una vez, si lo hacía terminarías vomitándome encima a los cinco minutos.

—Vamos a caminar un poco —te pedí, luego de pagar la cuenta.

Asentiste contenta y cruzaste corriendo la carretera a unos locales de adornos, recuerdos, entre otras cosas. Si bien te seguí, me distraje viendo botellas de vino artesanal un par de minutos. De repente, te me lanzaste encima y yo casi me morí del susto.

—¡Ya sé dónde estamos! —gritaste entusiasmada. No tuve que preguntar nada porque cuando te vi, tenías un gorrito tejido de color azul en la cabeza, que en frente decía «Mérida»—. ¡Gracias, gracias, gracias! —Me abrazaste con fuerza saltando.

Al final se nos hizo tarde de todas formas y preferí no seguir hasta la ciudad, pues nunca me ha gustado manejar de noche. Así que nos quedamos en una posada cerca.

—¡Una rana! —gritaste al día siguiente, ni bien habíamos retomado el camino.

—¿Qué? —pregunté divertida.

—¡Mira! —Señalaste hacia una roca verde gigante que, efectivamente, parecía una rana.

—Ah, sí. —Me reí—. Ahorita vas a ver algo más divertido —comenté, y minutos más tarde detuve el carro a orillas de la carretera—. ¿Ves aquellas dos rocas? —te pregunté, y señalé dos montículos en la cima de la montaña; tú asentiste curiosa—. No las vayas a perder de vista.

Arranqué de nuevo y seguí nuestro camino, tú intentabas verlas en todo momento.

—¿Se están acercando? —preguntaste incrédula, segundos más tarde—. ¡No! ¡Se besan! ¡Detente!

Hice lo que me pediste. Agarraste mi brazo con fuerza.

—Explícame —solicitaste.

—¿Qué cosa, mi amor? —Sonreí—. Son las rocas que se besan. No le busques otra explicación.

—¿Y siempre se besan?

—Sólo cuando las ven. Al alejarnos, se van a separar; y cuando las veamos de bajada, se acercarán otra vez.

—A ver.

Las rocas se alejaron a medida que nosotras avanzábamos, como yo te había asegurado. Llegamos al pico y empezamos a bajar. Te las señalé de nuevo y quedaste embelesada viendo cómo se acercaban, se besaban y volvían a alejarse.

Creo que ése fue mi día preferido del viaje. Muchas veces me sentí plena y dichosa de verte así de feliz, pero ésa fue especial.

Con amor,

Isabel

Un minuto másDonde viven las historias. Descúbrelo ahora