XXVII

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26 de octubre de 2021

Querida Julia:

Justo cuando comenzaba a olvidarte (o era eso lo que yo quería creer), volviste a aparecer. No sé si eso tenga algún nombre (hoy en día todo lo tiene), pero yo le llamé «karma», porque no era justo que mi enfermedad ya se hubiese curado y tú la traías de vuelta. Sé que no tiene mucho sentido, lo siento, sólo que me parecía la injusticia más grande del mundo.

Fue casi dos meses después de que me comprometiera con Arturo. Al día siguiente de su propuesta, él se tuvo que ir por no sé qué cosa de militares fuera del país, y volvió meses más tarde. Mientras tanto, tú no habías estado en la ciudad desde noviembre del 63, por lo que ni tú ni tu familia sabían de mis nuevas no tan buenas.

Aquel día era soleado, con mucha brisa, no se avistaba ni una sola nube; un muy buen día para estar en la playa, aunque era martes y pocos podían aprovechar el día así. Ese clima tan perfecto se burlaba de mí, tumbada en mi cama con una gripe de los mil demonios; mis ánimos estaban por el suelo.

Tiritando de frío, por más que estuviese bien abrigada, escuchaba Radio Rumbos3, esperando a que comenzara una radionovela. Miré el calendario que tenía doblado en la mesa de noche y lo agarré con las manos temblorosas, tracé una equis sobre el 17 de marzo con un marcador azul. «Tres años, tres meses y nueve días sin ti».

Ya había rayado tres calendarios completos, contando cada día, sin que me faltase ninguno. Miles de veces mi mamá me preguntó a qué se debía mi nuevo hábito, nunca le di una respuesta y con el tiempo dejó de preguntar. Dime, Julia, ¿cómo le decía la verdad? ¿Cómo la miraba a los ojos mientras le explicaba que ése era mi autocastigo por mi enfermedad? Pues cada día sin ti era como un día en el infierno. No quería ver en sus ojos lo que vi en los tuyos aquel ocho de diciembre, yo simplemente no lo habría soportado.

Toc, toc.

—¿Quién? —pregunté sin ánimos, carraspeando para que mi voz saliese un poco mejor de lo que estaba.

—Querida, tienes visita.

—No quiero ver a nadie, mamá —me quejé, llevando la vista del calendario a la puerta.

—¿Ni siquiera a mí? —preguntaste, abriendo un poco la puerta y asomándote.

Me senté de golpe, sorprendidísima. Tallé mis ojos con las manos, pensando que eras una alucinación por la fiebre, pero no, eras tú en carne y hueso, y más bella que nunca. Terminaste de pasar con timidez, aún yo no decía nada. Tu cabello rubio caía libre encima de tus hombros en rizos naturales, tus ojos oscuros estaban detrás de unos lentes que jamás te había visto.

«Dios mío bendito, estás hermosa», recuerdo que pensé incrédula. Tenía tantos años sin verte así de cerca que me agobié por todos los sentimientos que se aglomeraron en mí de una vez. Me encontré llorando de un momento a otro, y tú me abrazaste corriendo. Además del malestar de la gripe, sentía que mi corazón se podía fundir en cualquier segundo y yo sólo quería estar entre tus brazos.

—No llores, Isabel, por favor. Me vas a hacer llorar —me pediste, alejándote un poco. Cerré los ojos al sentir tus manos recorrer mis mejillas y quitar las lágrimas, dejando una sensación de calidez y familiaridad por donde pasaban.

—¿Eres tú de verdad? —pregunté aún desconfiada, tratando de respirar y quitándome los mocos con la manga del suéter que tenía puesto—. Jesús, pero mira en las fachas con las que me encuentras. —Reíste mientras te levantabas a buscar un vaso de agua y unas pastillas que estaban sobre la mesa de noche, supongo que las habías traído porque juraba que no estaban ahí antes—. Gracias —susurré, aceptando la medicina.

Volviste a sentarte a mi lado, te miré en silencio un par de minutos. Cogí las gotas para la nariz y, mientras me las echaba, comenzaste a contarme lo que habías hecho esos meses fuera de la ciudad, como si nunca te hubieses alejado de mí. Te escuchaba sin apartar la mirada, deleitándome con tu presencia; tu piel estaba bronceada debido al tiempo que estuviste en la playa, y aunque extrañara tu palidez, me encantaba como estabas en ese momento.

—Creo que he estado hablando mucho de mí —comentaste al rato, sonrojada—. Estoy algo nerviosa, perdón. —Jugabas incesantemente con tus manos, así que las tomé entre las mías para que te calmaras. Te pusiste aún más roja.

—¿Por qué estás nerviosa? —No retiré mis manos ni tú las tuyas, me gustaba estar así.

—Yo... Bueno... Tengo muchas cosas que decirte —balbuceaste, bajando la mirada al suelo—. Sé que no puedo aparecer después de tres años y esperar a que todo sea igual. La verdad es que fui una tonta al decir todo lo que te dije. —Tu voz era un murmullo a duras penas audible. Mi corazón saltó en mi pecho al escuchar eso.

—No, tenías toda la razón — afirmé—. Estaba enferma y tenía que buscar ayuda urgentemente. —Me miraste incrédula—. Entiendo tu distanciamiento, aunque me dolió y no lo voy a negar. Sin embargo, te agradezco por abrirme los ojos. Me costó mucho, pero ya estoy curada, Julia. Podemos volver a ser amigas y olvidar esos malos tiempos, ¿te gustaría?

—Isabel, no... —Sacaste tus manos de entre las mías y te levantaste incómoda. Me puse triste al pensar que no querías mi amistad—. No. No estabas enferma. Puedes querer a la persona que sea. —Negabas con tu cabeza a la vez que caminabas inquieta por la habitación. Mirar cómo ibas de un lado a otro me estaba mareando. Recuerdo que la cabeza me dolía horrores.

—Lo estaba —insistí—. Ya no más. Me voy a casar, Julia. Antes de que termine este año, seré Isabel Osorio de Carvajal, y olvidaré que alguna vez estuve enferma. —Solté todo de golpe. Te pusiste tan pálida que pensé que te ibas a desmayar en cualquier segundo.

—¿Q...Qué? —tartamudeaste.

—Me voy a casar —repetí más lento—. Es militar, mayor que yo. Se llama Arturo y es un buen hombre.

Diste un par de pasos, vacilante. No sé si era posible pero tu palidez empeoraba a cada segundo que pasaba. La tensión podía palparse sin esfuerzo, me mirabas sin decir nada; tus ojos estabas más oscuros de lo normal, cristalinos, y mostraban tal tristeza que me dejaron sin respiración.

—Tengo que irme. —Creo que dijiste eso, pero fue tan bajo tu susurro que no estoy segura. Agarraste un sobre que estaba encima de mi mesa de noche, el cual no había visto antes; tus manos no dejaban de temblar—. Hablamos después, Isabel.

Te fuiste corriendo sin mirar atrás. No tenía fuerzas para seguirte, así que me dejé caer en la cama. De mi mente no salía la duda de qué habría en ese sobre. Me lo ibas a dar, eso estaba claro, pero dije algo que hizo que cambiaras de idea. ¿Por qué? ¿Qué tenía dentro?

No soy tan mala como para dejarte con la duda.

Volví a ver el sobre tres días después. Fui a visitarte, no estabas; no obstante, tu mamá me dejó esperarte en tu habitación. Mi curiosidad pudo más que yo, por lo que violé tu privacidad para buscarlo; estaba dentro de una caja de zapatos en un rincón de tu clóset. En él, había una carta de ti para mí.

Si no me equivoco, aún la tengo guardada. Le diré a Alejandro que me ayude a buscarla.

Con amor,

Isabel

3 Radio Rumbos: emisora venezolana inaugurada en 1949.

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