CV

430 70 36
                                    

08 de junio de 2022

Querida señora Julia:

La conozco a usted, así como también a la señora Isabel. Sé que ella no está lista para aceptarlo y que usted querría saberlo de una vez, aunque saberlo saberlo ya lo sabe incluso antes que todos nosotros. No quiero ser tan crudo y directo, así que retrocederé un poco en el tiempo y le haré un resumen de esta última semana.

Hace aproximadamente seis días, al señor Quiroga se le hizo imposible seguir alargando la fecha de la cirugía, no es ético pero entiendo sus razones; así pues, se fijó para el seis de junio, es decir, hoy. Esos días usted había estado muy decaída, más de lo usual, sin embargo hace como dos días sus ánimos volvieron, es como si hubiese revivido. Quería escuchar música, levantarse de la cama y comer todo lo que pudiera; incluso ayer estuvo un rato tocando el piano. Durante la cena, usted me miró a los ojos y sonrió.

—Quédate esta noche, Alejandro —pidió.

La señora Isabel y yo nos miramos sorprendidos y luego volteamos hacia usted, pero estaba concentrada comiendo y no volvió a alzar la vista.

Debo señalar que la señora Isabel pensaba que su mejoramiento se debía a que usted sabía de la próxima operación y mostraba su acuerdo, o algo por el estilo. Sin embargo, yo no le encontraba mucho sentido, y además yo tenía mi propia corazonada.

Al terminar de cenar, llamé a todo el mundo y les hice saber mis temores. Quince minutos después llegaron Gabriela y su mamá, la señora Carla, Mauricio se había quedado en su casa cuidando a Ligia. Casi una hora más tarde, el señor Emilio llegó con su esposa e hija; y detrás de ellos venían la señora Judith y Francisco, el hermano de Gabriela.

—Pero, bueno, por qué hay tanta gente en mi casa? —preguntó la señora Isabel sorprendida, pues desde que habíamos cenado, ella había estado arreglándola a usted para dormir, aunque aún no fueran ni las nueve de la noche.

—Queríamos visitarlas —dijo Gabriela, con una sonrisa nerviosa.

—Queríamos ver a tía Julia antes de la operación —habló la señora Judith al mismo tiempo, encogiéndose de hombros.

La señora Isabel entrecerró los ojos y sonrió.

—Haré que les creo sólo porque hoy ha sido un muy buen día. Pueden pasar a verla.

—Recomiendo que sea en grupos pequeños —señalé—, para evitar que tanta gente la ponga incómoda.

Accedieron y primero pasaron la señora Judith y la señora Carla. Unos diez minutos más tarde salieron llorando y para evitar que la señora Isabel las viera, me la llevé a la cocina para prepararle un té y le saqué conversación para mantenerla distraída.

—Ya está todo preparado para mañana, señora Isabel? —inquirí.

—Sí, a las nueve estará el taxi afuera.

Nos quedamos unos segundos en silencio.

—No soy estúpida, Alejandro —murmuró, yo la miré confundida—. Sé que se están despidiendo de ella, pero aún no se va, yo lo sé, y yo siempre tengo la razón. —Suspiró y se acabó el té—. No es necesario que te quedes esta noche.

—A mí no me importa, se lo prometo —insistí.

—Allá tú, muchacho, allá tú. —Se levantó de la silla, agarró su bastón y se fue hacia la sala.

—¿Dónde están los demás? —cuestioné al ver que sólo estaba el señor Emilio.

—Alba y Margarita están en el carro, los otros ya se fueron. Me pidieron que te diera las buenas noches de su parte, Isabel. —Agarró su abrigo del espaldar del sofá y se acercó a abrazarla—. Yo también me voy. Nos vemos mañana. —Nos miró a los dos—. Llámenme cualquier cosa, no importa la hora.

Se despidió y se fue. La señora Isabel me dio las buenas noches y se dirigió a su cuarto. Yo apagué todas las luces, le pasé llave a las puertas y caminé hasta la habitación, me detuve frente a la de ustedes un momento y escuché unos susurros, luego seguí mi camino y me dejé caer en la cama con pesadez.

A pesar de estar cansado, no lograba conciliar el sueño. Pasó un rato y oí ruidos en el cuarto de al lado, la oficina, y salí a ver si estaba todo bien.

—Oh, Alejandro. Te desperté? —preguntó la señora Isabel apenas me asomé.

—No, no he podido dormir —respondí, y la vi ir y venir buscando algo—. La puedo ayudar? —me ofrecí.

—No... Bueno sí, estoy buscando las cartas que he escrito, creí que las tenía en el cuarto pero me equivoqué.

—Están ahí. —Señalé una caja encima de unos libros.

—Ah! Gracias, querido! —La agarró y rápidamente se fue.

Ya estoy cerca de la parte más difícil, le prometo intentar no dar tantos rodeos...

Llegó el día siguiente, es decir, hoy. Yo no pude pegar ojo en toda la noche. A eso de las seis de la mañana, cuando el sol empezaba a salir, un grito desgarrador se escuchó por toda la casa. Corrí hasta su cuarto y entré sin avisar.

Estaban las dos en la cama, la señora Isabel estaba sentada y la tenía a usted en los brazos y lloraba como nunca he visto llorar a alguien, dejando salir gemidos de dolor.

Entendí qué había pasado de una vez. Usted estaba pálida y con los ojos entrecerrados, yo sabía que si le buscaba el pulso no se lo iba a encontrar.

—Señora Isabel —susurré, acercándome a ella.

—Vete —me ordenó.

Hice caso omiso e intenté alejarla de usted.

—VETE! DÉJANOS EN PAZ! —chilló.

Salté hacia atrás sorprendido e hice lo que me pidió. Fui corriendo a la sala, llamé al señor Emilio y se lo dije sin tapujos.

—La señora Isabel lo necesita. La señora Julia murió.

Él colgó sin responder.

Unos 20 minutos eternos pasaron, más o menos, hasta que escuché un frenazo frente a la casa, abrí la puerta principal justo cuando el señor Emilio llegaba. Pasó como un rayo directo al cuarto, lo escuché tocar varias veces.

—Isabel, ábreme, por favor!... Isabel?

Fui hasta allá, él estaba agarrando impulso y corrió hacia la puerta. Nada. Lo repitió varias veces hasta que la puerta cedió.

—Isabel, no! —gritó.

Ella estaba arrodillada en el piso, con varias pastillas a su alrededor, cuando yo llegué, y era abrazada por el señor Emilio.

—Ya no tiene sentido, Emilio. Se me fue. Me dejó —le dijo llorando.

Yo me retiré incómodo y sin saber qué hacer, así que fui a la cocina y le preparé un té a la señora Isabel.

—Gracias, Alejandro —susurró el señor Emilio cuando se lo llevé—. Ayúdame a recostarla en la otra habitación.

La tomó entre sus brazos y yo me adelanté, entré a la habitación de enfrente, que es donde la señora Isabel duerme desde que usted dejó de recordarla, prendí la luz, dejé el té en la mesa de noche y corrí las sábanas de la cama para que el señor Emilio la pudiera acostar. Estaba destrozada, tenía los ojos vacíos y ni siquiera parpadeaba. La sentamos entre los dos, hicimos que se tomara el té junto con una pastilla para dormir.

—Ten dulces sueños, Isabel —susurró él antes de dejar un beso en su frente, y la acostamos—. Quédate cuidándola, por favor. Yo me encargo de lo demás.

Abandonó la habitación, yo me senté en una silla que está frente a la peinadora y esperé. Todavía espero.

Y aquí estoy, escribiendo la carta que sé que a la señora Isabel más le va a costar escribir, espero que no le moleste.

Señora Julia, usted fue una gran mujer y no sabe cuánto la voy a extrañar. Espero que donde esté, esté bien y no esté enferma, y no se preocupe por la señora Isabel, que nosotros la vamos a cuidar.

Con todos mis mejores deseos,

Alejandro Vera

Un minuto másDonde viven las historias. Descúbrelo ahora