54. Bajo las Luciérnagas

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Al final, prácticamente terminé armando la tienda yo solo.

Rubius sólo se limitó a sentarse fatigosamente en una piedra cerca del arroyo para "recuperar sus energías agotadas", mientras que yo me dedicaba a inspeccionar los alrededores para ver si el sitio era bueno para acampar.

Efectivamente, el pequeño lugar descampado y rodeado de altos árboles llenos de hojas verdes que nos hacían bastante sombra parecía ser perfecto para pasar la noche. Era el mismo lugar que yo utilizaba cuando venía a acampar de chico, aunque no lo había reconocido a la primera debido a que ahora el arroyo era más pequeño y el césped menos vivo. Eran pequeños cambios que me habían desorientado, pero aún así todo seguía siendo bonito a pesar de todo. Bonito y acogedor. No demasiado alejado del pueblo, pero sí lo suficientemente apartado.

-¿Vas a encender una fogata?- Rubius se enderezó sobre la piedra para observarme con mayor facilidad cuando yo comencé a reunir y amontonar algunas hojas secas y ramas en el mismo lugar.- ¿Se puede hacer fuego en este lugar?

-Sí. Siempre y cuando tengamos cuidado, está bien.

-Ah, qué bien. Pues entonces quemaremos todo el bosque.- Volvió a echarse en su roca, resignado a su absurda afirmación.

-Gilipollas. No es la primera vez que acampo aquí. Sé cómo hacer una fogata sin quemar los árboles.- presumí.

-¿Con quién has venido antes?

-Con mi padre. Él me enseñó todo lo que sé a pesar de que a mí nunca me gustó mucho el campo.- Suspiré, melancólico ante el recuerdo.- También he venido con mi primo, y otras veces con mis amigos de la escuela.

-Qué bonito.- rió con simpatía, como si estuviera enternecido por mi historia.- Cuéntame más Mangel. Quiero saber más.

-¿Más?- volteé a mirarlo con extrañeza, sonriendo de lado.

-Me gusta escucharte.- admitió sin vergüenza, alegrándome. Su voz había sonado tan suave que incluso pareció entremezclarse con el agradable bullicio del arroyo a sus espaldas.

Le conté muchísimas cosas aquella tarde. Mis aventuras en Algarinejo, anécdotas de cuando era un crío, travesuras, amistades pasajeras, viejos amoríos, tropiezos dolorosos, caídas aún más dolorosas, triunfos inolvidables... las palabras comenzaron a salir a borbotones de mi boca, y me sentí totalmente feliz al ver que él escuchaba atentamente cada una de ellas. En serio estaba interesado en lo que yo decía, y sus ojos me seguían y me prestaban total atención en todo momento mientras yo preparaba nuestro pequeño campamento.

No me molestó que no me ayudara, en realidad prefería que se quedara sentado en su roca, quieto y tranquilo como un bonito perro obediente, porque yo sabía bien que cuando Rubius se aburría o pasaba demasiado tiempo sin hacer nada, su lado troll/molesto/irritante/cabrón aparecía para joderme la existencia. Él sabía bien cómo sacarme de quicio, y lo peor era que lo disfrutaba el muy...

En fin... el tiempo se me pasó volando una vez más (en realidad siempre sucedía cuando estaba con él de este modo) y antes de que me diera cuenta la profunda noche ya había caído a nuestro alrededor. Rubius se metió en la tienda de campaña para seguir observándome desde ahí dentro cuando el sol dejó de iluminarnos. Yo sabía bien que el pobre se había acojonado un poco por los sonidos de la naturaleza nocturna, pero él aseguraba que sólo le había hecho algo de frío. Se cubrió con algunas de las mantas que yo había colocado dentro de la tienda y se limitó a seguir viéndome con tranquilidad fingida, sentado con las piernas flexionadas y entrelazadas. Decidí encender la pequeña radio vieja que me había traído desde la casa de mis padres, sólo con el fin de que algunas voces más nos hicieran compañía y no sólo los murmullos del bosque.

Luces Fuera (Rubelangel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora