Capítulo 2. El chico.

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Despierto al sentir pequeñas pisadas sobre mi abdomen. Abro los ojos y veo a Taquito, mi gato, mirándome fijamente con sus ojos verdes, como preguntándome a qué hora me pienso levantar a darle de comer.

Dato curioso acerca de Taquito: sabe abrir puertas. Más específicamente, sabe abrir mi puerta.

Así que diario se escabulle aquí y me despierta. Lo malo es que está acostumbrado a hacerlo a las seis de la mañana, porque mi pequeño gato negro no sabe que existe algo llamado vacaciones.

Más dormido que despierto, acaricio su pelaje mientras le reclamo por despertarme. - Me dormí muy tarde, Taquito, hace como dos horas apenas. - Me dedica un maullido en respuesta, el cual interpreto como "Eso no es mi culpa, levántate y aliméntame".

Así que obedezco a mi gato y me incorporo en la cama, mientras lo cargo con un brazo. Dirijo la vista hacia mi buró y veo en él la carta de mi tatarabuelo. La leí tantas veces antes de dormirme que las palabras se me quedaron grabadas.

Contando cada gota de agua en el mar, cada grano de arena en el desierto...

Hablaré con mi mamá sobre ello. Tengo muchas dudas.

Bajo a la cocina junto con Taquito y lleno su tazón de comida. Me ronronea y se frota contra mi pierna en agradecimiento, después empieza a comer.

Yo por mi parte me sirvo un plato de cereal y pongo la cafetera a funcionar. Mis padres aparecen en la cocina unos minutos después.

- Buenos días, hijo - me saluda mi padre mientras despeina cariñosamente mi cabello.

- Buenos días. - Les dedico una sonrisa adormilada.

- Buenos días, mi amor. - Mi madre me da un beso en la frente y se me queda viendo. - Te dije que no te desvelaras tanto - me regaña. - Ya sabes que tienes un despertador peludo muy madrugador. - Señala a mi gato, que ya acabó con sus croquetas y ahora está tomando agua.

- Lo sé, es solo que encontré algo muy interesante y se me fue el tiempo - le explico.

- Ah, ¿sí? ¿Qué encontraste? - me pregunta con genuino interés.

- Cartas - le respondo. Mi papá deja frente a mí una gran taza de café. - Gracias - le digo.

- ¿Cartas? - Mi mamá me mira extrañada.

- Sí, un montón de cartas. - Le doy un sorbo a mi café y después añado: - Cartas de amor, o al menos la que leí era de amor.

Mi papá interrumpe la conversación para despedirse y salir casi corriendo rumbo al trabajo, y mamá guarda silencio por un momento después de eso.

- ¿De quién eran las cartas? - me cuestiona.

- De mi tatarabuelo, Emigdio... Sí era mi tatarabuelo, ¿verdad? - Da un par de asentimientos como respuesta. - Estaban dirigidas a él, al menos las pocas de las que revisé los datos del sobre.

- ¿Y eran de tu tatarabuela? Se me hace raro que se escribieran cartas, siempre vivieron en el mismo lugar - me dice.

- No, no eran de ella. Mi tatarabuela se llamaba Rosa, ¿no? - pregunto.

- Sí, bueno, Rosalinda Ortiz.

- Pues en el remitente de las cartas solo venían unas iniciales... Espera. - Me pongo de pie y me voy corriendo a mi habitación, recupero la carta y el sobre y regreso a la cocina. - Mira. - Le paso el sobre a mi madre y lo observa con extrañeza.

- H. C. - murmura. - Desde Puebla.

- Y otras eran también de H. C., pero desde otras ciudades - le cuento. - Y esta es la carta. - Se la extiendo y la lee con suma atención. Guarda silencio, así que decido contarle dónde encontré las cartas. - Ésta y las otras estaban en un cajón sellado, lo tuve que desarmar para sacarlas.

Posdata [Emiliaco]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora