Capítulo 33. Paso a pasito.

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Toco el timbre de la casa de mis abuelos y me abrazo a mí mismo mientras Joaco y yo esperamos a que nos abran. Debí pedirles una copia de la llave en la mañana, pero lo olvidé.

Escucho una risita proveniente de Joaquín y volteo a verlo; sus ojos brillan con una expresión de lo más divertida, reflejando la luz de las lámparas de la calle que nos alumbran, pues ya son más de las ocho y hace un rato que anocheció.

Apenas mirarlo sé de qué se está riendo, y lo miro indignado, aunque no puedo evitar sonreírle.

—Deja de reírte de mí —murmuro. Lo único que consigo es que se ría aun con más fuerza.

—Es que no supero tu cara, perdón —me dice aun entre risas, y un poco de mala gana me río yo también—. Ni tus bailes.

Lo que le causa tanta gracia a mi novio es algo que ocurrió hace un rato.

Después de ir a comer, y de dar otra vuelta para visitar algunos lugares que nos faltaban —la Universidad, el Monumento a la Paz, la plaza del Baratillo y los teatros, todos bastante cerca entre sí—, decidimos comprar boletos para unirnos a una callejoneada.

En lo que consiste la callejoneada es en recorrer las calles y callejones principales del centro de la ciudad acompañados por la estudiantina, cuyos integrantes encabezan el recorrido interpretando distintas canciones populares, mientras son seguidos por un grupo de personas que corea las melodías animosamente.

O demasiado animosamente, como en mi caso.

Los músicos de la estudiantina estaban interpretando "Caminos de Guanajuato" cuando todo pasó. Yo me sé la canción prácticamente desde siempre porque mi abuelo solía escuchar la música de José Alfredo Jiménez, así que comencé a cantarla también, según yo en voz no muy alta, pero al parecer no era así.

En un momento unos de los integrantes de la estudiantina —el cual había hecho un par de chistes malísimos durante el recorrido, por cierto— me tomó por el brazo, y antes de que me diera cuenta estaba en el centro de un circulo formado por otros turistas y los demás músicos, quienes aplaudían vehementemente en tanto el que me había arrastrado hacía ahí me alentaba a cantar más fuerte.

Con todo y mi cara de pánico seguí cantando, mientras el chico de la estudiantina hacía movimientos muy teatrales y patéticos, semejantes a un baile, que por alguna razón empecé a imitar, y eso fue lo que le causó tanta risa a Joaquín, y a todos los presentes.

—El ridículo que hice no le ayuda a mi pánico escénico —mascullo.

Aunque vuelvo a traer puesta mi sudadera sigo con frío, así que no dejo de abrazarme.

—No hiciste el ridículo, amor —rebate. Se da cuenta de mi problema con el clima y se para detrás de mí, frotando mis brazos para infundirme calor—. Fue gracioso, pero no hiciste el ridículo.

Me abraza por la espalda y apoya su barbilla en mi hombro.

Allá en mi León Guanajuato, la vida no vale nada —comienza a tararear en tono dramático, haciéndome reír.

La puerta se abre por fin, y mi abuela sonríe cuando nos ve.

—Pásenle, niños —nos indica—. Perdón por tardarme en abrirles, andamos todos allá arriba —nos dice mientras entramos a la casa.

—No te preocupes, abue —le digo gentilmente.

Dejo de abrazarme a mí mismo y en cambio dirijo mi mano hacia la de Joaco, casi por instinto. Agradezco mentalmente por lo calientita que es la casa. No se puede decir que haga frío afuera, pero bueno, yo tenía frío.

Posdata [Emiliaco]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora