Capítulo 17. El príncipe y el dragón.

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Le sonrío a Joaco, me recargo en mi silla y comienzo a leer:

Érase una vez, un príncipe que vivía encerrado en la torre más alta del reino, custodiado por un enorme dragón.

Quizá te sorprenda que se trate de un príncipe y no de una princesa.

Si ese es el caso, debes saber que el joven príncipe no estaba cautivo por las típicas razones por las que se encerraba a las doncellas. No estaba bajo ningún hechizo, ni totalmente en contra de su voluntad, en realidad.

Debemos remontarnos un tiempo atrás para entender.

El príncipe, un apuesto joven de rubia cabellera y grandes ojos marrones, estaba a punto de casarse con una hermosa princesa, heredera de un reino vecino, pero no porque él lo desease, sino porque estaba obligado a hacerlo.

Una noche antes del día de la boda, decidió huir del castillo. No llevaba rumbo alguno, simplemente no deseaba estar ahí a la mañana siguiente. Prefería perder su derecho a heredar el reino, sus privilegios, y vivir en la indigencia, que pasar el resto de su vida atado a una mujer que no amaba, y que tampoco lo amaba a él. ¿Cómo podría amarlo si lo había visto una sola vez en su vida? ¿Cómo podría él amarla a ella si ni siquiera le resultaba atractiva la belleza que a tantos otros cautivaba?

Sin embargo, no logró su cometido, pues los guardias del lugar lo atraparon y lo llevaron ante los reyes para que éstos decidieran el castigo que implementarían sobre su vástago.

La reina propuso ignorar el asunto y simplemente proseguir con la boda, pero el príncipe denegó la oferta.

«Prefiero tolerar cualquier castigo que se les ocurra antes que casarme», les dijo.

Los reyes, ofendidos y sorprendidos por la actitud de su hijo, discutieron por un largo rato, y finalmente decidieron que el joven pasaría el resto de sus días preso en la torre más alta del castillo, mientras que le contarían al resto del mundo que había muerto heroicamente.

El príncipe se resignó a su castigo, y fue trasladado al que sería su nuevo hogar sin quejarse ni una sola vez.

Un par de días más tarde, una poderosa hechicera llegó al reino, haciéndose pasar por una pobre anciana. Traía con ella un dragón, pretendiendo que era su única pertenencia de valor y que esperaba que los reyes pudieran comprársela, pues necesitaba el dinero para comer, lo cual, está de más decirlo, no era la realidad.

Los monarcas pensaron que el hecho de que esa viejecilla se presentara justo en ese momento a ofrecerles un dragón se trataba de una afortunada coincidencia y aceptaron pues el precio que les solicitó. Sabían bien que no era sencillo hacerse de una criatura de ese tipo, ni siquiera para ellos.

El dragón fue llevado hasta la torre donde el príncipe estaba cautivo, y lo encadenaron al lugar, de modo que no permitía a nadie acercarse, más que a los guardias que llevaban comida al prisionero, pero tampoco podía escapar.

Era una criatura enorme, y de una belleza sublime. Su piel parecía de metal, y sus escamas rojo brillante relucían ante la luz del sol; sus fuertes alas sacudían con fuerza la tierra alrededor al moverse. Poseía múltiples cuernos, afiladas garras y enormes fauces que podían aterrorizar a cualquiera, pero el príncipe, desde la pequeña ventana que lo conectaba con el exterior, lo observaba con simple fascinación.

Tras la llegada del dragón, los días para el príncipe transcurrían con una monotonía abrumadora. No tenía consigo más que un par de mantas para abrigarse en las noches, pero de alguna manera lograba entretenerse, esperando que el encierro no lo arrastrara hacia la locura.

Posdata [Emiliaco]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora