2: La Vida Invisible de Addie LaRue (V.E. Schwab)

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El cielo de fuera posee un tono gris invariable, y una fina neblina de lluvia difumina los edificios. Es uno de esos días perfectos para encender el fuego de leña, prepararse una taza de té y sumergirse en un buen libro.


Sus pies tienen mente propia, y no tardan en conducirla hasta el centro.


Perderse a una misma supone tomar un camino más agradecido.


Olvidar es triste, desde luego.

Pero que te olviden resulta solitario.


Addie se siente como si fuera un museo. Uno que solo ella puede visitar.


La primera huella que dejó en el mundo, mucho antes de saber la verdad: que las ideas son mucho más indómitas que los recuerdos, que anhelan y buscan formas de arraigarse.


«¿Cómo se dirige una al fin del mundo?», le preguntó una vez. 

Y cuando Addie no supo responder, la anciana le sonrió con su característica sonrisa arrugada y respondió: «Paso a paso».


Es más fácil estar sola entre tanta gente.


«Ven a vivir conmigo y sé mi amada». Addie declina la invitación con unas palabras que ha repetido hasta el desgaste. 

«No sabes lo que es el amor».


El pelo del chico, aunque negro, cae en rizos sueltos alrededor de su cara, y sus ojos, detrás de sus gafas de montura gruesa, poseen una tonalidad más gris que verde. Hay algo frágil en ellos, más parecido al cristal que a la piedra, y cuando habla, su voz es suave, cálida e innegablemente humana.


Todo el mundo ha librado batallas, todos tienen heridas de guerra.


Y cuando sonríe, a Henry le resulta sencillo recordar cómo se enamoró de él cuando tenían diecinueve años, sumidos en una maraña de lujuria, soledad y sueños lejanos.


Este nota una opresión en el pecho, y tiene que recordarle a su corazón que no es real, ya no lo es...


Quiere sentirse más ligero y contento, pero la habitación se oscurece y Henry percibe una tormenta acercándose. Tenía doce años cuando llegó la primera. No la vio venir. Un día los cielos eran azules; al siguiente, las nubes emergieron bajas y densas, y al siguiente, el viento arreció y comenzó a llover a cántaros. Pasarían años antes de que Henry aprendiera a pensar en esos tiempos aciagos como tormentas, a creer que acabarían disipándose si era capaz de aguantar lo suficiente. Sus padres tenían buenas intenciones, por supuesto, pero siempre le decían cosas como «anímate», o «todo mejorará», o lo que era aún peor: «tampoco es para tanto», lo cual resulta sencillo de decir cuando uno nunca ha experimentado un día de lluvia. No es más que una tormenta, piensa de nuevo, incluso mientras se aleja del tumulto, con la excusa de ir a tomar un poco el aire. La fiesta está demasiado abarrotada, y él quiere salir de allí, quiere ir a la azotea, contemplar el cielo y comprobar que no hay nubes, tan solo estrellas.

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