2: La Corte del Eclipse (Claudia Ramírez Lomelí)

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Tuvo que luchar contra la sonrisa que amenazó con posarse en su rostro porque se rehusaba rotundamente a ser esa clase de persona enamorada.


¿Y cómo darle la espalda a lo que amas?


Por todas las estrellas, ¿qué le estaba pasando? Se alegraba de que nadie pudiera leer sus pensamientos, porque de ser así, tendría que matarlos.


Los pensamientos invasivos no estaban teniendo piedad de él y no parecía haber nada que pudiera callarlos.


—¿Por qué no usaste luz?

—Aquí la pregunta es: ¿por qué no hay luz? —respondió—. A esta hora ya debería haber orbes por todos lados.

—Les pedí a los iluminadores que se saltaran esta área por hoy.

—Ah, ¿para que la oscuridad complementara tu mal humor?

Emil abrió los ojos de par en par.

—¿Se nota demasiado?

Elyon resopló.

—¿Por qué crees que nadie se te acercó en el barco de regreso? Temíamos por nuestras vidas  —dijo en tono bromista.


La llama en su interior solo dejó humo.


<<Entonces... ¿quién quieres ser?>>, se preguntó a sí misma.


—No me estoy descontrolando, solo estoy intentando tomar mis propias decisiones.


Su madre le había vuelto a romper el corazón.

Gianna supo que no iba a ser capaz de unir los pedazos.

Ahora más que nunca estaba segura de que tenía que encontrarse.


Tal vez era hora de dejarla ir.

Tenía miedo y sabía que le iba a doler.


No solo se veía diferente. También se sentía diferente.


No muchos sabían que le gustaban las historias de terror.

¿Terror en la vida real? No, gracias.

Pero en los libros lo amaba porque la hacían sentir un tipo de adrenalina que no solía experimentar en su día a día.


Bastian, que lo miraba con una sonrisa que solo le dedicaba él.

Era una combinación entre la sonrisa altanera de siempre y una más real, una que iluminaba los ojos.


Ezra no pudo evitar sonreír. Desde que estaba con Bastian, las sonrisas le venían más seguido.


Era tan fácil perderse en él y olvidarse de todos los problemas.


Cuando la perdimos, pensé que jamás tendría respuestas.


La extrañaba cada día. Su sonrisa, su voz, la forma en la que lo miraba e insistía en abrazarlo siempre que podía. Nadie jamás volvería a rodearlo en sus brazos como ella lo hacía, porque nadie era ella.

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