Dorothy debe morir (Danielle Paige)

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Me dijo que era el mejor hogar del mundo porque eso quería decir que podía ir a cualquier parte.


—¿Lo ves? —dijo señalando la pantalla—. No necesitas que tu casa tenga alas para ir a un sitio mejor. Lo único que precisas es algo que te dé ese empujón que te hace falta.


No creo que ni ella se lo creyera, pero al menos en aquel tiempo aún se tomaba la molestia de mentir. Y aunque yo nunca creí en un lugar como Oz, sí creía en ella.


Dependía de mí misma. Y no valía la pena gastar energías en llorar.


No es que le buscara las cosquillas, pero a veces mi sarcasmo tomaba vida propia sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Las palabras salían solas, sin más.


—Un día lo tienes todo, toda la vida por delante —prosiguió mirando su propio reflejo en la cocina y retocándose el peinado—. Y, de pronto, ¡bum! Te lo arrancan todo, lanzándose como una horda de pequeños vampiros, hasta que no te queda nada.


Bueno, yo quería irme. Lo deseaba desde que había comprendido que había algún sitio al que ir. Quería conocer otros lugares, otra gente. Otra yo. Quería dejarlo atrás todo y a todos.


Y aquellos ojos... Brillaban aún con más fuerza que antes. Y tenían algo que me inquietaba. Era como si tuviera mundos enteros tras los ojos.


—Hay muchas cosas que no sabes. Tienes mucho que aprender. Ojalá no fuera así.


Te pareces a ella muchísimo, pero no cabe duda de que eres diferente. Yo no puedo ayudarte. No tengo el poder suficiente. Pero tú te puedes ayudar a ti misma. Demuéstrame que tengo razón. No cometas los mismos errores que ella.


Aun así, constatar la única alternativa posible con mis propios ojos, que me encontraba sumida de pronto en un cuento de hadas, me seguía pareciendo algo irreal.


No quería creerle, pero sabía perfectamente que no siempre puedes conseguir lo que quieres.


Parecía muy triste. Además era la peor de las tristezas: la de cuando sabes que algo nunca cambiará. Ese tipo de tristeza que hace que ni te molestes ya en enfadarte porque no sirve de nada.


—Haría lo que fuera por recuperarlos —susurró—. ¿Tienes a alguien por quien sientas eso? ¿Alguien por quién harías lo que fuera?


Supongo que algunas cosas nunca cambian.


Sabía que no era lo que me convenía decir, pero no podía evitarlo. Es mi mayor debilidad: nunca me contengo.


Yo solo quiero ser yo misma...


—Vale la pena el riesgo.

—Quizá. O quizá no.


—¿Por qué? —pregunté, de pronto con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Por qué intentas ayudarme?

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