Cap 56. Hela

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Convencer a mi madre no había sido tarea fácil, y eso que Estani se lo había currado enseñándole un proyecto universitario ficticio que se había inventado la noche anterior. Había utilizado la impresora de su padre para imprimirlo y que pareciese más creíble, y yo me había reprimido todo lo posible la sonrisilla mientras Emi Luna inspeccionaba con lupa cada detalle del proyecto con el ceño fruncido. Estani le había dicho que cualquier estudiante, sea cual fuere el curso o el grado, podría subir su media global si participaba y el proyecto resultaba ganador. Porque, según él, era un concurso de proyectos creativos con ganadores y premios. Qué imaginación tenía, hasta yo me había reído cuando me lo había contado en privado. De nuestros amigos ni hablábamos, que habían llenado el chat grupal de emoticonos de risa.

Pero nos había salvado la vida.

Una mano posada en la espalda de mi madre junto a un «Déjalos participar, cariño. Seguro que ganan» de parte de Vincent había sido la guinda del pastel. Ella había terminado aceptando a regañadientes como si yo tuviese cinco años y no tuviese poder de decisión. «No mientras vivas aquí», se le había escapado al refunfuñarme. A cambio, tenía que responderle las llamadas y los mensajes de forma inmediata, mandarle fotos de las habitaciones para asegurarse de que no las compartiríamos con los chicos, y alguna que otra norma absurda más.

No me había importado mucho porque enseguida Estani y yo nos habíamos subido a nuestros respectivos dormitorios para preparar las maletas. Luego, nos habíamos preparado unos sándwiches para cenar y habíamos hecho videollamada con el resto del grupo para buscar alguna casa rural donde quedarnos ese finde. Del transporte se encargaba Amadeo. Su Audi tenía cinco asientos y uno montable en el maletero.

En ese mismo iba sentada Paola, quejándose a ratos por los baches, las curvas y de tener que cuidar los instrumentos que llevaba al lado. Nicki, Estani y yo nos sentamos en los asientos traseros, Jimmy hacía de copiloto GPS y Amadeo conducía el precioso coche que les había pedido prestado a sus padres. Era viernes y nos habíamos saltado las clases para salir temprano y llegar a Chiclana de la frontera a una hora decente; ahora íbamos cantando a todo volumen Tongue Tied de Grouplove con las ventanillas bajadas y el viento azotándonos las melenas.

Cada par de horas, hacíamos una parada para descansar, estirar las piernas y permitir que Amadeo se relajase con un par de cigarrillos bajo la presión de Jimmy, que gruñía como un loco si el humo le rozaba la piel. Nosotros le decíamos entre risas que se limitara a mantener cerca su habitual respiradero, el ventolín.

A medio camino, cuando tuvimos que repostar, decidimos almorzar en un restaurante oriental que había junto a la gasolinera. Nos pedimos varios platos con tallarines y arroz al curry, compramos agua para el camino y continuamos el viaje de casi siete horas. Ya solo nos quedaban —gracias a Dios— tres de ellas.

Me desperté con las babas sobre el hombro de Nicki, que estaba a mi izquierda también dormida, y la voz de Estani entonando una de sus canciones. Tenía su cuaderno de composiciones y un boli en las manos, me miró al percatarse de que había abierto los ojos y sonrió. «Ya te la cantaré», me susurró, y eso me hizo más feliz que saber que habíamos entrado en Chiclana de la frontera. Zarandeé nerviosa a Nicki para desvelarla e hice lo mismo con Paola, que tenía el cuello torcido y la melena esparcida por la cara por el viento. Hizo una expresión de rabia al despejarse los pelos y abrió los ojos entusiasmada contemplando la amplia avenida con palmeras a los costados que nos acogía por primera vez.

—Jimmy me contó que ya habías estado aquí, ¿no? —le preguntó Nicki a Estani.

Él asintió sin soltar una palabra, eso significaba que no quería hablar del tema.

—¿Y eso, rubio? —prosiguió Pao.

—Una larga historia —indicó con la vista puesta en la ventanilla.

Pasaron unos segundos y la incertidumbre sobre esa enigmática historia de la que no mencionaba ni un solo dato se acrecentó. Lo observé de soslayo y apretujó su hombro contra el mío al desviar la atención a mi mirada.

—No estarás esperando a que cuente algo, ¿verdad, señorita de las calamidades? —murmuró.

—Sé que no quieres hacerlo.

—Ya lo contaré en otro momento —siguió hablando en bajito para camuflar sus palabras con la música del coche—, pero solo a ti.

Me pellizcó la nariz como si fuese una cría pequeña y le gruñí. No iba a admitir que me sentía especial cuando compartía conmigo sus secretos, éramos familia después de todo. Y fuese porque ahora éramos familia o porque compartíamos voz y melodía en las canciones que componía, quería seguir siendo la única a la que se lo contase todo a partir de entonces.

Media hora más tarde, nos plantamos frente a la casa rural que habíamos alquilado a tres calles de la playa. Jimmy se bajó para coger las llaves de una caja de seguridad pulsando la contraseña que nos había facilitado la dueña de la casa y accionó el mando que nos abrió la cancela. La casa rural —o, más bien, el chalet— tenía una sola planta con tres habitaciones, un enorme salón con ventanales al exterior y un terreno repleto de césped, árboles cuidados y una piscina cubierta por un plástico para evitar que se ensuciase en los meses de invierno.

—Es una pena que no podamos aprovecharla —dijo Pao como si me hubiese leído la mente.

—¿Quién dice eso? —saltó Amadeo.

—¿Y quién dice que necesitemos una piscina teniendo la playa al lado? —insinuó el pillín de Jimmy guiñándonos un ojo.

En eso tenía razón. Nos bajamos rápido del coche, soltamos el equipaje y los instrumentos de Estani y Jimmy en nuestras correspondientes habitaciones y nos preparamos para disfrutar de la costa sureña lo que restaba de día.

©Amor por Causalidad I (APC) (COMPLETA) FINALISTA WATTYS2021Donde viven las historias. Descúbrelo ahora