La Batalla de Llano de Goldur XI

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En el epicentro del campo de batalla el combate era intenso y encarnizado, pero igualado. Las tropas de élite del Emperador llevaban la iniciativa, pero no conseguían romper la línea de Lindium, que resistía férreamente sin ceder terreno. Se presagiaba una larga y cruenta lucha. El combate para los infantes de las primeras filas de ambos bandos era muy duro. No podían retroceder; solo podían resistir, seguir luchando y matar a todos los enemigos que pudieran. La mayor parte de las lanzas estaban ya rotas, esparcidas en el suelo sin posibilidad de ser usadas de nuevo; los escudos estaban abollados de recibir tantos golpes; las espadas se teñían de rojo y se mellaban.

La lucha era cuerpo a cuerpo con espadas, hachas y mazas, y cada vez era más sangrienta. El agotamiento físico y el desgaste era tremendo; no solo tenían que aguantar el peso de las armaduras, cotas de malla, yelmos, aparte de las espadas y los pesados escudos durante horas y horas, sin comida ni agua, sino que además tenían que esquivar, bloquear y detener los golpes de sus contrincantes y después contraatacar con sus armas para causar el mayor daño posible al enemigo, y todo ello sin casi descanso. Los relevos con los hombres de las últimas filas se hacían con más dificultad. La maniobra era complicada, había que evitar dejar huecos abiertos por donde pudiera meterse el enemigo; además, el que se retiraba a las filas de atrás corría el peligro de ser herido mientras retrocedía, y el que llegaba de retaguardia a sustituir a su compañero corría el mismo riesgo. En la encarnizada lucha no había descanso para nadie; las hachas partían los escudos, las mazas aplastaban los yelmos y las espadas rajaban y atravesaban sin piedad. Lo único que se podía hacer era mantenerse firme y resistir para no acabar muerto. La batalla entre las infanterías de ambos ejércitos se estaba convirtiendo en una lucha de desgaste en la que el ejército con más reservas tenía más probabilidades de ganar, y ese ejército era el imperial.

Nairmar observaba inquieto el desarrollo de la batalla. Dudaba si debía enviar a la segunda línea o esperar a que la última línea de combate imperial avanzara contra la suya. Pero antes de que tomara su decisión, Leinad llegó a toda prisa y detuvo su caballo junto a él.

—¡Nairmar! ¡Nairmar! —gritaba Leinad desde lejos para llamar la atención del príncipe.

Leinad se bajó del caballo y se situó a su lado.

—¡Están rompiendo las líneas de la colina! ¡Necesitamos refuerzos o Nulmod está perdido! —le dijo Leinad.

Nairmar suspiró. Era lo que le faltaba por oír. Se sintió inseguro por momentos. Su decisión podía decidir la batalla a favor o en contra. Tenía que estar seguro de que hacía lo correcto. Mucho dependía de ello. Si enviaba refuerzos debilitaría aún más el centro y se quedaría sin tropas suficientes en el caso de que Mulkrod decidiera enviar a su última línea, y si no hacía nada podían perder la colina.

—¡Estamos siendo superados! —insistió Leinad al ver que Nairmar no se decidía—. ¡No aguantaremos mucho! ¡La colina va a caer!

—¡Nairmar! ¡Envía esos refuerzos o perderemos la batalla! —dijo Arnust, tratando de acabar con la indecisión del general del ejército combinado.

Entonces Nairmar tomó su decisión:

—Busca a Glorm —le dijo Nairmar a Leinad—. Está en el flanco izquierdo, junto a la colina. Dile que envíe a parte de su segunda línea inmediatamente. Ellos están más cerca de la colina. Tres mil serán suficientes.

—Así lo haré —le dijo Leinad, que de inmediato partió al galope.

Recorrió la línea de infantería por la retaguardia. Iba lo más rápido que le permitía el caballo, pero el animal estaba ya agotado. Pronto llegó a las líneas de la infantería de Landor mandadas por Glorm. Esperaba que no fuera demasiado tarde.

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora