Estalla la tormenta VI

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Sinarold, mediados de mayo

La nieve y el frío habían empezado a desaparecer desde hacía dos meses en el norte. El mal tiempo que hasta entonces habían sufrido se fue transformando en un clima más templado y lluvioso. Darwast, al haber pasado parte de su infancia en Farlindor, soportaba bien el frío. Conocía bien ese tiempo, para él era normal; sus soldados, en cambio, no estaban tan acostumbrados. La mayoría de ellos provenían de las tierras del sur, y ninguno había pasado tanto frío antes de llegar al norte. Los meses de la invasión habían sido los más duros, en especial las primeras semanas de combates. Por suerte, el buen tiempo parecía llegar a esas tierras con la primavera.

Como la mayor autoridad imperial en Sinarold, Darwast había gobernado todo ese tiempo en la recién adquirida provincia del norte, ya que el Emperador le había designado a él como el gobernador militar de la región. No era una decisión que le entusiasmara. Él, por encima de todo, era un soldado, un general; había sido adiestrado desde niño en el arte de la guerra junto a Mulkrod; era eso lo que realmente le gustaba, aunque también había sido preparado para las tareas de gobierno propias de la administración, pero eso era algo que nunca le agradó demasiado. Prefería la vida del combatiente, comandar ejércitos y lograr victorias, sin embargo, debía cumplir con su deber. Mulkrod confiaba en él, y cumpliría su labor con devoción.

Los meses al frente de Sinarold no habían sido fáciles. La economía se había visto seriamente mermada y mucha mano de obra, tanto en el campo como en la ciudad, había muerto durante los combates. Sinarold tardaría en volver a ser autosuficiente. Por el momento, para alimentar a toda su población, eran necesarios los envíos regulares de comida desde Tancor y Farlindor, que mandaban grandes cantidades de grano necesarias para evitar las hambrunas que ya había desde que conquistaron el reino del norte. Después de meses de relativa paz, Sinarold había ido recuperando la normalidad desde su nueva situación política como una provincia más del Imperio. Sus gentes, ahora sometidas, habían vuelto a sus oficios y quehaceres; los campos volvían a ser sembrados, el comercio se había reabierto y las tierras se habían repartido hasta que llegaran los nuevos señores que el Emperador impondría.

Darwast se había instalado en el palacio de Vendram, el lugar donde se habían desarrollado los últimos combates durante la toma de la ciudad. El palacio, antes saqueado y expoliado, volvía a ser el principal órgano de control de todo el antiguo reino. Desde allí, Darwast dirigía su gobierno con la ayuda de un todavía numeroso ejército, que se hallaba acantonado en varios puntos de Sinarold, y que permanecía en el norte para la completa pacificación de la región y para organizar el establecimiento de la administración imperial. Todo ello se estaba produciendo sin problemas. La población local veía con resignación que ahora servían al Imperio, pero se mostraban sumisos y obedientes. No tenían más alternativa.

Una tarde, Darwast regresaba de una partida de caza por los montes cercanos. Habían cazado varios venados que cenarían esa misma noche. Nada más llegar a palacio le informaron de que un mensajero del Emperador le esperaba en el gran salón y que éste llevaba un mensaje urgente. Darwast fue de inmediato a recibir a dicho mensajero. El hombre en cuestión estaba sucio, tenía barba de semanas, el pelo enmarañado, tenía ojeras y su rostro parecía cansado, como si apenas hubiera dormido en los últimos días.

—¿Quieres algo de bebida o comida? —le preguntó Darwast, educadamente.

—Os lo agradezco, mi señor —dijo el mensajero—, pero antes debo entregaros esta carta del Emperador.

El mensajero extendió su mano y le entregó un documento enrollado. Vio en el lacre el sello imperial.

‹‹Debe de ser algo importante —pensó Darwast—. Mulkrod no me escribiría personalmente por cualquier nimiedad.››

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora