Rebelión y espadas I

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Principios de Agosto

—¿Que pretendéis que os dé un barco para viajar al sur y buscar otra de las Espadas? —les preguntó Nairmar, sorprendido—. ¿Es que os habéis vuelto locos?

—Solo podemos viajar en barco —dijo Halon—. La ciudad está sitiada, por si no te has dado cuenta.

—No me sobran barcos, pero aunque me sobrarán jamás los emplearía para vuestra estúpida empresa. ¿No habéis tenido ya suficiente en estos últimos meses?

—No te estamos pidiendo una nave de guerra —dijo Maorn—, solo una embarcación que puedan tripular dos hombres; un pequeño barco pesquero, lo que sea. Con él podremos llegar a Carn Nath y subir a un barco mercante que vaya al este.

—Es igual, Maorn. Tú eres miembro de mi guardia personal y me has jurado lealtad, y por tanto te prohíbo que vayas. Es un disparate.

—La decisión es mía, no tuya —dijo Maorn, furioso—. La lealtad no tiene nada que ver con esto. Yo no estoy ligado a este ejército y lo sabes.

—Le prometí a Arnust que cuidaría de ti y que evitaría que hicieras cualquier tontería como la que estáis planeando —dijo Nairmar, sin ceder un ápice—. Y tú, Halon, tú deberías ser más sensato y regresar al continente con los demás magos.

—No, no me iré. Tenemos que ir a Zangorohid. Arnust lo habría aprobado —dijo Halon—, pero al no estar él tenemos que hacerlo nosotros solos. Son órdenes directas del Consejo de Oncrust. Maorn y yo vamos a buscar esa espada y la traeremos con nosotros.

—No merece la pena el riesgo —dijo Nairmar—. Puede que las Espadas sean muy poderosas, pero de momento no nos han ayudado nada.

—Iremos de todas formas —le dijo Halon.

—Solo vais a conseguir que os maten.

—Nos haremos pasar por pescadores, no tienen por qué descubrirnos.

—Olvidadlo. No lo lograréis.

—Con tu permiso o sin él nos vamos a ir —dijo Maorn, retándolo.

—Os quedaréis aquí los dos hasta que tengamos que regresar a Lindium —dijo Nairmar, autoritariamente—. Y si seguís decididos a ir tras esa dichosa espada me veré obligado a encerraros a los dos.

—Tú no tienes autoridad sobre mí, Nairmar —dijo Halon, sin amedrentarse—. Yo pertenezco a la Orden de Oncrust, recibo órdenes directas de Blanerd y del Consejo. No puedes prohibirme salir de la ciudad.

—En esta ciudad yo soy la autoridad, por lo tanto, tengo todo el derecho de encerrar a cualquiera que esté entre estos muros. Y si intentáis marcharos lo haré.

—Bien, si esa es tu última palabra nos marchamos a nuestros aposentos —dijo Halon—. No tenemos nada más que decirte.

Los dos jóvenes salieron de la sala de reuniones y se dirigieron a su habitación en el castillo.

—Nos iremos esta noche —le dijo Halon mientras caminaban.

—¿Y Nairmar? —le preguntó Maorn.

—No se enterará.

Esperaron a que anocheciera. Habían guardado en sus macutos provisiones para dos semanas, pero eran insuficientes para el largo viaje, por eso Halon llevaba todo el dinero que le había dado Arnust antes de separarse y tomar rutas diferentes. Con ese dinero podrían adquirir más provisiones y con suerte pagar el pasaje de algún barco de mercaderes que fuera al este.

‹‹Espero que sea suficiente —pensó Halon, preocupado.››

Cuando dejaron la habitación, el mago miró a un lado y a otro temiendo encontrarse con alguien a quien Nairmar podía haber mandado a que los vigilara. No fue así. Bajaron lenta y sigilosamente las escaleras del castillo y llegaron al patio. Los guardias les dejaron pasar sin problemas. Para alivio y sorpresa de Halon y Maorn, Nairmar no debía de haber ordenado a nadie que les impidiera salir del castillo. El camino estaba allanado. Entraron en las calles de Rwadon de camino al puerto, donde pretendían requisar una embarcación, pero al llegar a la plaza de la ciudad, Halon se dio cuenta de que escapar no iba a ser tan sencillo.

—No te des la vuelta —le dijo a Maorn—. Nos están siguiendo dos hombres.

—Nairmar habrá ordenado que nos sigan —le contestó Maorn, sin mirar atrás.

—Tendremos que despistarlos. Sigue andando. Disimulemos.

Salieron de la plaza y siguieron bajando hacia el puerto adentrándose por callejuelas estrechas. Nada más llegar al giro de una calle y ver que desde allí no les veían, empezaron a correr muy deprisa.

Los dos hombres que les seguían les perdieron de vista cuando giraron hacia una calle, pero no se preocuparon, volverían a verlos cuando llegaran a la otra esquina. Pero cuando lo hicieron los dos jóvenes habían desaparecido. Comenzaron a correr buscando por todas partes desesperadamente, adentrándose en todas las calles de los alrededores, pero no vieron a nadie.

Halon y Maorn, después de correr sin parar por varias calles, se habían escondido detrás de unos barriles vacíos junto a una taberna. Sus perseguidores pasaron por su lado corriendo por la calle en la que estaban ocultos, pero no se pararon a mirar en los barriles, pasando de largo. Pasado el peligro ambos salieron de su escondite y siguieron su camino. Por las calles no se encontraron a nadie más, pero al llegar al puerto vieron lo concurrido que estaba. Los barcos militares estaban vigilados para que no hubiera sabotaje. Pero lo que ellos buscaban no eran buques de guerra, sino un barco pesquero. Se alejaron de la parte del puerto donde estaban los barcos de gran tonelaje y se dirigieron por las sombras hacia la zona donde estaban los barcos más pequeños; allí la vigilancia era escasa.

La iluminación del puerto era casi inexistente; solo había algunas antorchas y lámparas en las cercanías, lo que les favorecía para pasar desapercibidos. Eligieron una pequeña barca de vela. Halon subió en ella al mismo tiempo que Maorn soltaba la única amarra que mantenía unido el bote a tierra firme. Una vez dentro, los dos dieron una patada al muelle para que la embarcación saliera empujada hacia el mar. Desplegaron las velas, que fueron golpeadas levemente por una corriente de aire y se ayudaron con los remos para ir más rápido. Pocos minutos después estaban lejos de los muelles. Nadie les había visto.

—De ahora en adelante estamos solos —dijo Halon.

—¿Crees que lo lograremos? —le preguntó Maorn.

—Desde luego. Pasaremos inadvertidos el tiempo que estemos fuera. Iremos, encontraremos la espada y volveremos.

—Puede que Rwadon ya haya caído en manos imperiales a nuestro regreso.

—De ser así deberíamos dirigirnos a Oncrust. Allí las espadas estarán a salvo.

La ciudad, iluminada con centenares de antorchas y todo tipo de lámparas de aceite, brillaba luminosa como las estrellas del firmamento. Desde su bote, en las inmediaciones del puerto, echaron un último vistazo a tierra firme y se adentraron en la oscuridad, sin alejarse mucho de la costa para no perderse en alta mar, y manteniendo una distancia prudencial para no chocar con un arrecife. Durante horas viajaron al amparo de la oscuridad. Sería una travesía muy larga.

‹‹Espero que el tiempo nos acompañe —pensó Halon, mirando al cielo—. Si no lo pasaremos mal.››

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora