Rebelión y espadas IV

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Mucho más al norte, tras largas y agotadoras jornadas en el bosque, Elmisai al fin había llegado a la guarida de la resistencia. Arnust había cumplido con éxito su misión: liberar Al rey de Tancor de su cautiverio y llevarlo a un lugar seguro, pues el bosque era una barrera impenetrable para el Imperio.

Atravesar el bosque hasta la guarida de la resistencia había sido más duro de lo esperado, pues éste era oscuro, denso y enorme. Tuvieron que avanzar kilómetros y kilómetros por la espesura durante semanas. No fue agradable. El recorrido, ya largo de por sí, se hacía más duro al tener que atravesar un territorio lleno de flora de todo tipo, con unos árboles y arbustos frondosos que se hallaban esparcidos por doquier, sin dejar casi espacios para moverse y en donde había pocos claros para descansar.

Umdor les había guiado por un sendero seguro a través del bosque, o eso les dijo cuando entraron en él, pero lo cierto era que aquella ruta no era más que una ínfima abertura a través de los árboles, una especie de antiguo camino lleno de arbustos y plantas que habían crecido en él a lo largo de los años. También les contó que había muchas sendas que les llevaban a cualquier parte donde lindara el bosque: por el norte podían llegar a Sinarold, por el oeste a cualquier parte de Tancor y por el este a la guarida de la resistencia, a las montañas y a todo Farlindor. Umdor se dio cuenta de que había tenido un desliz al contar tantas cosas sobre el bosque, así que les pidió que no se lo dijeran a nadie, que era información que, si llegaba a manos del enemigo, comprometería la seguridad de la resistencia. Todos los presentes prometieron no decir nada a nadie.

Cuando llegaron al Río Nares, a la tercera semana de travesía, algunos miembros de la resistencia dieron con ellos. Al principio no se mostraron y permanecieron ocultos, al acecho, como si se prepararan para emboscarlos en cualquier momento. Umdor detuvo su caballo, y los demás, al ver cómo su guía se paraba en medio del bosque, hicieron lo mismo. Umdor había visto sombras moviéndose entre los árboles y oyó el crujido de ramas y hojas secas alrededor de ellos. Si no fuera porque todo estaba en silencio, aquellos ruidos serían normales en el bosque y las sombras que había visto solo serían las de algún animal. Era un silencio sepulcral. Nadie más que él se había dado cuenta de lo que sucedía.

—¡No hagáis movimientos bruscos! —ordenó Umdor—. ¡Que nadie se mueva más de lo necesario!

—¿Por qué? —preguntó Neilholm, confuso—. ¿Qué sucede?

—Estamos rodeados y nos están apuntando —dijo Umdor.

—¿Esto es normal? —preguntó Dungor—. ¿Qué clase de recibimiento es éste?

—Algunos de tus hombres van vestidos con ropas imperiales, ¿qué esperabas? —le dijo Umdor, que se adelantó con el brazo levantado y sujetando el cinto donde guardaba su espada.

Neilholm y Dungor asintieron y, lentamente, se desataron sus cintos para arrojarlos al suelo. Los demás les imitaron.

—¡Soy Umdor, hijo de Talos, un hijo del bosque igual que vosotros! —dijo en voz alta, dirigiéndose a los árboles con las manos arriba—. ¡He vuelto y traigo conmigo a Elmisai Atram, el rey legítimo de Tancor! ¡Los que nos acompañan son los hombres que me ayudaron a liberarlo! ¡Son amigos de la resistencia!

—¡Es Umdor! —se escuchó en un lado.

—¡El hijo de Brazo Largo ha vuelto! —se escuchó en otro lado.

—¡Dice que ha traído a nuestro rey!

—No digáis tonterías, nuestro rey murió. Elmisai está muerto.

—Cierto, lo que dice no puede ser verdad.

Tres hombres de ropa verde oscura y capotes marrones salieron de una agrupación de árboles. Estaban armados con arcos largos y llevaban sus carcajes ceñidos a la espalda.

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora