La Torre de Zigrug XVII

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Halon se encontró a Turk merodeando entre los cadáveres de sus antiguos compañeros. El joven soldado estaba atónito por todo lo que había vivido esa noche. Había asistido a la fuga de todos los presos de la torre, había visto a magos destrozando las puertas de las celdas, había presenciado cómo masacraban a sus compañeros en la torre y en el patio, y ahora no sabía qué hacer. Deseaba alejarse todo lo posible de allí, desaparecer de aquel lugar.

—Puedes venir con nosotros si lo deseas —le dijo Halon—. Así podrás dejar de servir al Imperio. Serías libre de nuevo.

—Si me fuera con vosotros sería un desertor —le contestó Turk.

—A ti te obligaron a servir al Imperio, ahora eres libre de elegir tu destino.

—¿De qué me sirve la libertad si estoy muerto?

—Tienes dos opciones: puedes quedarte aquí y seguir siendo un simple peón del Imperio y continuar vigilando día tras día esas celdas, o puedes venir con nosotros, servir de nuevo al que una vez fue tu rey y luchar por liberar a Tancor de la opresión de Sharpast. ¿Qué eliges?

Turk permaneció dubitativo. Ya no tenía sentido seguir allí. Zigrug no había sido para él más que un tormento, una amarga etapa de su vida que en teoría no había terminado, pero se le ofrecía algo que podía cambiarlo todo para siempre. Podía volver a ser un hombre libre, aunque a la vez sería un fugitivo. Era una decisión complicada.

—Iré con vosotros —dijo tras meditarlo unos segundos—. No hay nada que me retenga en este lugar.

—Será mejor que te quites ese uniforme. Guárdalo si quieres, puede servirnos para más adelante, pero aquí puede ser peligroso. Ahora debo ver a mi maestro y atender a algunos heridos. Espera aquí, no tardaré mucho.

Había sido una noche larga y sangrienta que terminaba. La luz del sol les enseñó la realidad de lo que había sido la batalla, mostrando centenares de cadáveres agrupados en el patio delantero de las dos torres. Aún quedaban algunos presos malheridos, pero poco podían hacer para salvarlos. Halon gastó casi todas sus reservas de licor de tebano para que no sufrieran en su agonía. Era todo lo que podía hacer por los moribundos. Después le llevó algo de comida a Arnust.

Los demás supervivientes no eran más de un centenar. La mayor parte de los amotinados habían muerto en la batalla, pero había merecido la pena; tanto los vivos como los muertos, de una forma o de otra, habían conseguido su libertad.

Dungor estaba complacido. Había sobrevivido al margen de sus expectativas y había matado a no pocos enemigos. En un principio, lo único que deseaba era salir de las celdas para morir como un soldado y no como un perro encerrado tras los fríos barrotes, con eso se conformaba. En ningún momento de la fuga pensó que fueran a conseguirlo, sin embargo, lo habían logrado, habían derrotado a la guarnición de Zigrug y por fin podían escapar de ese lugar. Ahora que era libre podía buscar a su familia. Su mujer e hijos debían haberse ocultado en Lindium tras la caída de su ciudad, o al menos eso era lo que quería cuando les pidió que se marcharan antes de la caída definitiva de Vendram. Deseaba con todo su corazón que su mujer y sus hijos estuvieran sanos y salvos en las tierras de occidente, lejos del poder de Sharpast. Ahora anhelaba encontrarlos, aunque sabía que esa meta era complicada. Tendría que atravesar nada menos que todo el Imperio y vivir para contarlo. La empresa se antojaba imposible. Encontró a Arnust sentado en una de las escaleras de la muralla junto con Halon. Con ellos pretendía hablar.

—Debo daros las gracias —dijo Karmil Dungor, el otrora general de los ejércitos de Sinarold—. De no ser por vosotros no volveríamos a ser libres, aunque puede que sea algo efímero. No tardarán en atraparnos de nuevo.

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora