Zangord, el guardián de la llave I

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Arnust durmió poco y mal esa noche. Se había pasado gran parte del tiempo pensando en lo que tenían que hacer en la isla y en cómo encontrarían la espada. Sería una labor tediosa. Poco antes del amanecer, Halon se levantó para despertar a Arnust, como hacía habitualmente, pero se lo encontró despierto, mirando por una de las ventanas de la habitación, absorto en sus pensamientos.

—¿Te encuentras bien, maestro? —le preguntó Halon.

—Perfectamente —le contestó Arnust—. Despierta a Maorn, debemos estar en los muelles en menos de dos horas.

Halon despertó a Maorn, que tampoco había dormido bien. Tuvo varias pesadillas que le atormentaron durante toda la noche.

—No tienes buena cara —le dijo Halon.

—No es nada —mintió Maorn—. Me duele un poco la cabeza, eso es todo.

—Si quieres te puedo dar algo para el dolor de cabeza.

—No te preocupes, se me pasará enseguida.

—Como quieras. Tenemos que estar en los muelles en unas horas, así que vístete y prepara tu macuto.

Poco después tenían todo listo y estaban preparados para partir. Unos criados les trajeron un desayuno a base de tortas con miel y mermelada, pan de azúcar, leche y algunos dulces típicos de Hanrod. Comieron rápidamente todo lo que pudieron, disfrutando de un delicioso desayuno. Salieron de la habitación y bajaron las escaleras que llevaban al vestíbulo. Un criado les estaba esperando para guiarlos por la ciudad para ir al puerto. Atravesaron Blangord por la Calle de los Mercaderes, que en esos momentos empezaba a cobrar vida. La gente salía de sus casas para seguir con la rutina diaria.

El guía les dejó junto al barco en el que partirían. No era una embarcación muy grande, pero, según decían, era muy rápida y bastante buena para travesías largas, y podía transportar a una tripulación de treinta personas y provisiones para casi dos meses. Allí se encontraban ya algunos de sus compañeros de viaje: Neilholm y sus hombres ayudaban a subir al barco los últimos pertrechos para el viaje. Glorm llegó al poco rato, integrándose de inmediato entre la tripulación, charlando con ellos y ayudando en el traslado de los pertrechos a la bodega. Por último llegaron el príncipe Nairmar y Malbard, su guardaespaldas, que subieron al barco con los demás. Los reyes Mendor y Faleth, junto con sus séquitos, fueron al puerto a despedirlos; saludaron a los que partían y les desearon buena suerte mientras la nave se alejaba lentamente del muelle.

—¿Crees que hemos hecho bien al firmar el tratado? —le preguntó Faleth a Mendor mientras observaban cómo el barco viraba en la bahía del puerto—. Si lo logran tendremos que luchar contra el Imperio.

—No pareces muy ilusionado con la idea de luchar —le dijo Mendor al ver la preocupación de su igual.

—¿Debería estarlo? A mí no me hace mucha gracia luchar contra Sharpast, ni siquiera con esa espada que pretenden encontrar. Quizá no debí dejarme convencer por los magos.

—La guerra no es para tomarla a risa, es normal que no estés ilusionado, pero todavía no estamos en ella. Puede que la expedición no regrese, entonces no entraremos en el conflicto, pero si lo logran tendremos un arma de gran poder con la que luchar contra el Imperio. Sea como sea ya no hay vuelta atrás. La verdad es que nunca me cayeron bien esos sharpatianos, pero tras la Paz de Beglist me juré a mí mismo que nunca volvería a luchar contra el Imperio. Por entonces era todavía joven y fuerte, ahora soy gordo y viejo; yo ya no puedo luchar, otros tendrán que hacerlo en mi lugar, si realmente vamos a la guerra.

Faleth parecía inseguro, miraba al suelo entristecido, con el miedo en el cuerpo.

—Yo era un niño cuando se firmó la paz —dijo Faleth—; creía que ya no volvería a haber guerras con Sharpast. Mi pueblo ya ha sufrido suficientes males. Espero que no traigan la espada con ellos, deseo... deseo que fracasen.

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora