Zangord, el guardián de la llave VII

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Anduvieron durante horas bajando la larga pendiente. Era un terreno escarpado y complicado, por lo que el paso era lento. Después de horas de marcha por la ladera oeste de la montaña encontraron un camino abrupto pero transitable que siguieron en su descenso al llano. Cuando estaban a medio camino se escuchó por toda la zona un gran rugido, como el de una bestia enfurecida. Nairmar, Halon y Galban identificaron de inmediato aquel rugido y su piel se tornó pálida.

—¿Qué es eso? —preguntó Neilholm sin terminar de comprender qué sucedía.

—No puede ser —dijo Nairmar.

—¡Es... es el dragón! —gritó Halon, dándose cuenta de la verdadera gravedad de la situación—. ¡Salgamos de aquí!

Todos se miraron unos a otros entre sorprendidos y asustados.

—Ese maldito viejo ha soltado al dragón —dijo Nairmar—. ¡Es por tu culpa, Arnust! ¡Teníamos que haber matado a ese viejo y no dejarle que se marchara!

—Ahora no es el mejor momento para culparme de nada —dijo Arnust—. Si Zangord ha soltado de verdad al dragón no tenemos mucho tiempo.

—¡Tenemos que llegar al barco! —dijo Neilholm.

—No llegaremos a tiempo —dijo Glorm.

—Busquemos refugio en alguna cueva antes de que nos vea —dijo Arnust—. ¡Vamos, corred! ¡Es la única posibilidad de escapar! ¡Moveos!

Empezaron a correr en la medida que el sendero se lo permitía, pero ya era tarde, el dragón les había visto desde lo alto mientras surcaba el cielo sobre la montaña. La criatura les había detectado rápidamente con sus grandes ojos y se acercaba volando y escupiendo fuego por la boca para asustar a sus presas antes de cazarlas. Se daría un gran festín con sus restos.

—¡Nos ha visto! —gritó Galban—. ¡Ya viene a por nosotros!

—¡Corred o estamos muertos! —gritó Neilholm.

El dragón volaba sobre sus cabezas con intención de atacar. Eligió un blanco y se lanzó en picado con las garras abiertas. Arnust lanzó una llamarada de fuego mágico con su vara, pero el dragón la esquivó en el aire; lanzó otra llamarada y ésta si alcanzó al dragón, pero sus escamas fueron protección suficiente contra el hechizo. La bestia no se detuvo. Consciente de lo inútil que era la magia contra aquella criatura, Arnust siguió corriendo hasta entrar en una zona llena de rocas grandes y afiladas en donde el dragón difícilmente podía llegar hasta ellos. La criatura plegó sus alas para disminuir su velocidad y no empotrarse contra las rocas, lo que los salvó de caer en sus garras al quedar bloqueado entre las rocas y no poder alcanzarlos. El dragón intentaba atraparlos con sus afiladas garras al introducirlas por la abertura de la roca, intentando atrapar a alguno de los humanos que por allí pasaban, pero no lograba su objetivo.

—¡Cuidado! —decía Arnust al ver cómo el dragón les intentaba agredir infructuosamente—. ¡No os asoméis! ¡Permaneced en las rocas!

—¡Matadlo! —gritaba Neilholm desesperado, viendo que sus posibilidades de supervivencia se reducían—. ¡Abatidlo o acabará con nosotros!

Los que estaban armados con arcos dispararon desesperadamente sus flechas, pero en vano, las puntas de acero no penetraban en las gruesas escamas. Los demás atacaban con sus espadas, llegando a golpear en sus poderosas garras, hiriéndolo en esa zona sin escamas. El dragón, al sentir dolor y al temer que las afiladas espadas le dañaran en los pocos puntos débiles de su cuerpo, ascendió en el aire para alejarse y buscar un nuevo ángulo desde donde atacar con menos peligro. Debían aprovechar ese momento para escapar.

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora