Zangord, el guardián de la llave VIII

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En la entrada de la cueva donde los miembros de la expedición descansaban, dos de los soldados de Hanrod: Irdor y Salarn, hacían guardia. Tenían que conformarse con su ropa de abrigo, algunas mantas y una pequeña hoguera con la que calentarse en la fría noche invernal mientras esperaban ateridos a que acabara su turno de guardia y poder dormir también. Desde donde se encontraban podían ver los dos lados de la isla, tanto el sureste como el suroeste, a pesar de la gran oscuridad, lo que les permitía tener una buena perspectiva del sur de la isla.

—Este viento me hiela hasta la sangre —dijo Salarn—. No pasaba tanto frío desde que estábamos en la cubierta del barco mojados hasta los huesos. Recuérdame que no vuelva a viajar nunca.

Irdor se rió.

—Si al menos tuviéramos un poco de vino para entrar en calor —dijo Irdor.

—Y la compañía de una buena mujer, eso sí que nos haría entrar en calor.

—Sí, eso sobre todo —dijo Irdor.

—Este frío va en aumento. ¿Cuánto nos queda para el cambio de guardia?

—Unas dos horas.

—Que lento pasa el tiempo.

—Pasará más lento cuando llevemos semanas aquí, sin comida, sin vino, sin mujeres.

—No hace falta que me lo recuerdes.

Salarn se calló un momento. El recuerdo de estar atrapados en esa isla era demasiado dramático. Lo mejor era no pensar, pero ya se había sacado el tema.

—Me importa un bledo la espada —siguió Salarn—. Joder, no debí dejarme convencer tan fácilmente por el capitán. Con lo calentito que se está en casa. Podíamos haber venido en verano, al menos no estaríamos pasando tanto frío. Tanta prisa en conseguir esa maldita espada para luego quedarnos atrapados aquí.

Hacía varios segundos que Irdor había dejado de escuchar a su compañero y le había dejado hablando solo. Algo le había llamado la atención.

—¡Eh, Salarn! —le dijo Irdor, interrumpiéndole—. Mira allí, en el horizonte, hacia el sureste. Hay como una luz brillante.

—Será una estrella —le dijo Salarn, sin darle importancia.

—No, no lo es, es diferente. Míralo bien. Es como una llama, como la de un faro.

—Es verdad, puedo verlo. ¿Seguro que no estamos soñando?

—No, es real. Tiene que serlo.

Los dos se quedaron observando la luz, que cada vez era más y más grande. Pasaban los minutos y la luz se veía con más claridad, hasta que prácticamente llegó a la costa y pudieron ver de qué se trataba.

—No me lo puedo creer. ¡Es un barco! —dijo Irdor, asombrado—. ¡Estamos salvados! ¡Salvados!

—¡Hay que avisar a los demás! —dijo Salarn, eufórico.

Ambos entraron en la cueva a todo correr y gritando de alegría. Los demás, sobresaltados por el ruido, se despertaron creyendo que los atacaban, pero las caras de Irdor y Salarn no eran de preocupación, sino de alegría.

—¿Se puede saber qué está pasando? —preguntó Neilholm con cara de pocos amigos—. ¿A qué viene este escándalo?

—¡Hemos visto un barco que va a recalar en la isla! —exclamó Irdor—. ¡Venid a verlo, corred!

Todos salieron sin creerse del todo sus palabras, pero al salir pudieron verlo con sus propios ojos y gritaron entusiasmados.

—Debemos construir una pira —les propuso Nairmar—. La quemaremos y los del barco la verán.

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora