El camino a la guerra I

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Mediados de febrero de 1587

Los días pasaban lentos como un año en soledad. La nave de velas negras surcaba el océano con sus tripulantes trabajando día y noche para mantener el rumbo, encaminándose hacia lo que todos llamaban el hogar. Regresaban a casa, volvían a su tierra, donde por fin podrían descansar, comer una buena comida caliente, arroparse bajo unas cómodas mantas junto a una chimenea, ver de nuevo a la familia los que la tenían, o sentir el tacto de una mujer tras una noche de borrachera en las tabernas de Blangord. Eso era lo que deseaban los hombres de Neilholm. Todos habían cumplido y se lo habían ganado. Arnust no estaba menos cansado que el resto, pero tenía cosas más urgentes en las que pensar. Habían conseguido una de las Cinco Espadas, lo que significaba que, según lo estipulado durante la reunión de los líderes de Lindium en Blangord, los Tres Reinos unirían sus fuerzas para luchar contra el Imperio, contando con la ventaja de que ahora tenían una de las Cinco Espadas. ¿Pero cómo podían utilizar aquella arma en su beneficio? Arnust tenía muchas preguntas para las que no tenía respuesta, por ello debía regresar a Oncrust, no solo para llevar a Maorn ante el Consejo de la Orden y que éstos contemplaran la espada, sino porque además debía hablar con el Gran Maestre, pues si alguien podía ayudarle a disipar sus dudas ése era Blanerd.

Desde que dejaron las Islas Solitarias, el viaje no estuvo exento de problemas, puesto que, para manejar la gran nave de guerra imperial que requisaron, hacía falta la colaboración de todos, pero a bordo solo había tres marineros de oficio, por lo que éstos tuvieron que enseñar al resto las tareas propias como recoger el velamen, llevar el timón, mantener la nave limpia, achicar el agua cada vez que una ola barría la cubierta, ayudar en la cocina y muchas otras labores. Se repartieron las tareas entre todos, por lo que todo fluyó mucho mejor. Incluso Nairmar, que, a pesar de pertenecer a la realeza, colaboraba con sus compañeros en todo lo que podía.

—Es un príncipe un poco peculiar —comentó Neilholm—. Al principio parecía reacio, pero ahora ayuda como si fuera uno más, y se desenvuelve bien.

—Glorm también ayuda —dijo Irdor—, y él también pertenece a una casa real.

—Sí, pero él nació siendo el hijo de un Señor, su padre aún no era rey cuando él nació. No ha nacido siendo el niño mimado de un rey. Glorm se ha adiestrado desde joven para el combate y está acostumbrado a estas cosas; además, él no es el heredero al trono de Landor como Nairmar en Vanion.

—Nairmar no es un príncipe común, eso sí que es verdad.

—Bueno, vayamos abajo. Creo que la cena ya está.

El trabajo en cubierta era largo y cansado, apenas tenían unas pocas horas de descanso que pasaban normalmente comiendo o durmiendo. La comida era buena y abundante. Había mucha carne seca con salsas variadas de Sharpast que no habían probado nunca, pero que estaban muy sabrosas y disfrutaban de ellas; también había arroz, garbanzos, queso, fiambres, frutos secos, galletas, miel y mucho vino.

El tiempo tampoco les acompañaba en su viaje de vuelta. El frío invierno del Mar del Norte les pasaba factura, y más a los que trabajaban en la cubierta, pero los sharpatianos tenían muchas pieles de abrigo en la bodega con las que pudieron protegerse bien del frío, del viento y de otras inclemencias. Algunos días nevó intensamente, dejando la cubierta llena de nieve o hielo, lo que hacía que fuese muy difícil caminar por ella. Tuvieron que derrochar bastante sal para derretirlo, lo que les permitió volver a sus tareas sin correr el riesgo de resbalarse.

Era una noche tranquila de finales de febrero en la que el mar estaba en relativa calma y el viento azotaba las velas con poca fuerza cuando su largo viaje llegaba a su fin. El único ruido que se escuchaba era el del siempre molesto viento que soplaba desde varias direcciones y el de las olas en su siempre imperturbable y continuo movimiento. La mayoría de los hombres descansaban dentro del barco aprovechando la calma. En cubierta estaba Neilholm llevando el timón y Holb como vigía, pero el sueño les estaba venciendo a ambos. Neilholm intentaba mantener el rumbo tal y como le había dicho uno de los marineros. Lo único que tenía que hacer era no desviarse de la ruta. Neilholm, que trataba de vencer al sueño, observaba desde el timón el horizonte, pero cerraba los ojos con persistencia y los abría con gran esfuerzo, y cada vez le ocurría con más frecuencia. En cualquier momento podía quedarse definitivamente dormido. Sin saber si estaba despierto o soñando vio una luz, pero no le dio importancia.

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora