La Batalla del Llano de Goldur V

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Por la noche los dos ejércitos descansaron. Necesitaban estar frescos para la inminente batalla. Miles de hogueras iluminaban el gigantesco campamento de Sharpast. Era sobrecogedor verlo, al contrario que el de los ejércitos de Lindium, puesto que solo se veía una pequeña franja desde el campamento imperial, ya que la otra parte se encontraba tapada por la colina que tenían en frente, lo que les daba a los sharpatianos la sensación de que el ejército de Lindium era menor de lo que realmente era.

Nairmar, tras pasarse más de dos horas en la tienda de Nulmod planificando los últimos detalles de la batalla, se fue a su tienda a descansar. Allí se quedó pensando. Había mucho en juego, y la responsabilidad sería en gran parte suya. Cuando despuntara el alba él estaría al mando del ejército de los Tres Reinos. Tendría el mando total y dirigiría la lucha desde la retaguardia, tras la última línea de infantes. Mucho dependía de él. Las vidas de miles de hombres estaban es sus manos. Cuando acabara el día lo recordarían como el hombre que había derrotado a la tiranía y la opresión de Sharpast o tal vez como el hombre que había conducido a la muerte a miles de soldados para nada. Era demasiada presión, demasiada responsabilidad, pero ya no podía echarse atrás. En el fondo era lo que deseaba, quería estar ahí cuando ocurriera el gran enfrentamiento con Sharpast; llevaba demasiado tiempo esperando una oportunidad para demostrar su valía.

Nairmar comenzó a recordar la táctica que habían decidido llevar a cabo para el día siguiente. Los tres generales lo habían preparado y organizado con esmero, hasta el último detalle. Los tres estaban de acuerdo en la colocación del ejército para la batalla que se avecinaba: formarían dos líneas en el frente, divididos en tres sectores, uno para la infantería de cada reino; la caballería se concentraría en el flanco derecho, dejando el izquierdo protegido por la colina, donde unos pocos miles de infantes y quinientos jinetes defenderían esa posición. Estaba todo ya decidido, aun así, en su mente no dejaba de buscar la mejor forma para enfrentarse a Sharpast. No paraba de imaginarse cómo se desarrollaría el combate, aunque sabía que el de la mañana siguiente diferiría mucho al de su imaginación. Escuchaba en su mente los gritos y alaridos de miles de hombres desangrándose en el suelo, el del hierro chocando contra el hierro. Recordó la masacre en las Colinas de Hast; los cientos de sharpatianos muertos en pocos minutos, la sangre regando la verde pradera. Pronto volvería a verlo todo muy cerca, y él tendría que encargarse de que no sucediera el mayor de los desastres. Suya era la responsabilidad.

‹‹Quizá no estoy preparado para ello —pensó Nairmar, sembrando más dudas en su cabeza—, quizás no fuera yo el indicado. Debería ser Malliourn; él fue la primera elección de mi padre para liderar al ejército.››

Ya no podía echarse atrás, ahora debía seguir por deber y por honor. Debía ganarse el respeto de todos y pasar de ser el joven príncipe que estaba allí por ser el hijo de un rey, a ser un hombre que se había ganado por derecho el mando del ejército. No por su sangre, sino por su valía.

Las horas pasaron y seguía repitiendo una y otra vez la colocación de todas las unidades en la colina y en el llano, y el desarrollo de la batalla en sí. Tenía que tenerlo todo muy claro para actuar correctamente. Pasó largas horas meditando; cada vez estaba más nervioso, pero el cansancio acabó haciendo mella en él y se quedó dormido a la luz de las velas.

Han, su escudero, le despertó antes del alba, tal y como le había pedido por la noche. Por entonces las velas ya se habían apagado. Nairmar se levantó cansado; apenas había dormido. Fue a lavarse la cara y el cuerpo con un cuenco lleno de agua que había en la mesa. Había sudado y quería estar un poco aseado.

Han era un joven de pelo rizado, hijo menor del Señor de Dragos, quien había enviado a su hijo a la corte hacía dos años para que se hiciera un hombre y se ganara un puesto de importancia allí, siendo premiado con el privilegio de servir al hijo del rey. El muchacho era un joven risueño y alegre, siempre obediente y leal. Si sobrevivía a aquel día se convertiría en un hombre. Han le trajo el desayuno y le dejó su armadura limpia y reluciente junto a su cama.

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora