Rebelión y espadas XV

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Los vigías de la primera torre vislumbraron desde lejos el estandarte del Emperador, acudiendo prestos a avisar de su llegada. La puerta fue abierta mientras cruzaban el puente que atravesaba el gran foso. Dentro les recibió el castellano de la fortaleza, con la guarnición formando con sus lanzas junto a la puerta. Todos eran siervos de Mencror, pero, en su ausencia, motivada por su encarcelamiento en Blangord, Kriesgor y las demás tierras de Mencror eran gobernadas por su castellano, un oficial de su confianza. Después de los saludos y las alabanzas pertinentes, les invitaron a descansar y comer algo, pero Menkrod decidió dejar eso para más tarde y ordenó que los llevaran a la tumba de Sharpast I inmediatamente. La necrópolis se hallaba en una de las cámaras subterráneas de debajo de la fortaleza.

El anciano encargado de la vigilancia y el mantenimiento de los subterráneos les guió a través de las catacumbas. Al principio se negó a hacerlo, pero, a pesar de sus reproches, al final no tuvo más remedio que obedecer al hermano del Emperador. Las catacumbas eran muy oscuras, por lo que tuvieron que encender varias antorchas. El anciano, en cambio, no llevaba ninguna consigo pues se manejaba perfectamente por los pasillos de aquel lúgubre lugar, moviéndose entre las tumbas con suma facilidad. Los demás le seguían con apuros, teniendo que esquivar las muchas piedras sueltas y aberturas que había por todas partes.

El aire estaba viciado allí abajo, hacía mucho frío y había mucha humedad. Todos los que seguían al anciano querían salir cuanto antes del subterráneo, todos salvo Glarend, que observaba muy interesado las inscripciones de las paredes y los relieves junto a las tumbas, deteniéndose constantemente a leer los nombres de los difuntos. En algunos tramos el suelo estaba encharcado y el agua les llegaba a los talones, aun así siguieron avanzando por los pasillos y cámaras.

—¿Cuánto falta, anciano? —le preguntó Menkrod, ansioso.

—Ya estamos cerca —le contestó.

Finalmente llegaron a una pared sin salida.

—¿Dónde está la tumba? —le preguntó Menkrod, sin comprender.

—La tienes justo delante —dijo el anciano.

—¿Detrás de la pared?

El anciano asintió. A una señal de Menkrod, varios de sus hombres sacaron unos mazos y empezaron a golpear la pared. Las piedras se resquebrajaron sin dificultad y la pared se derrumbó, mostrando una cámara enorme. En el centro había una tumba de gran tamaño con grabados e inscripciones en sus laterales. Los hombres de Menkrod subieron por unas escaleras que ascendían hasta lo alto de la tumba, listos para abrir la gran losa que la cubría. El anciano intentó evitarlo, pero uno de los soldados le empujó, haciéndole caer al suelo. Ya no volvió a molestarlos; una vez se levantó, abandonó la sala y nadie le volvió a ver.

Mientras los soldados intentaban abrir la lápida, Glarend observaba los grabados de la base de la gran tumba de Sharpast. En ellos podía ver el emblema de la familia imperial, pero también otros que desconocía, además de muchos grabados que no llegaba a comprender. Uno narraba las conquistas de Sharpast, otro una coronación y la fundación de una ciudad, pero el que más le llamó la atención era uno en el que Sharpast aparecía sobre un dragón y luchaba contra varios magos.

‹‹Debe de ser su victoria contra los Grandes Magos. Eran los tiempos en los que éramos libres y no pertenecíamos a ninguna orden. Buenos tiempos, sí.››

En otro relieve unas personas eran ejecutadas y su sangre era derramada sobre cuencos. La escena seguía con otro grabado; en él, Sharpast entregaba cuatro espadas a otros hombres menores.

‹‹Sus hijos, antes de que se mataran entre ellos.››

La historia continuaba en muchos más grabados. Vio en otro a Sharpast alzándose con una espada sobre sus enemigos y, en la siguiente inscripción, vio cómo unas criaturas siniestras se lanzaban sobre los hombres a los que masacraban. Tenían cuerpo de humanos, pero estaban representados en el grabado como si fueran más altos y fuertes que el resto de los hombres, y sus dientes sobresalían en su rostro.

‹‹Criaturas del averno, más demonios que hombres.››

Las casas aparecían en llamas en el grabado, los hombres parecían horrorizados y todo estaba desolado. En la última escena pudo ver cómo las espadas formaban un pentágono. Sharpast se hallaba en el vértice superior derecho con una de las Espadas; las demás estaban sin dueño.

Antes de comprender qué era lo que había visto, oyó un fuerte ruido que le asustó. Instintivamente se giró alertado, pero enseguida se tranquilizó al ver lo que había sucedido. Los soldados habían logrado abrir la losa, pero ésta se les había caído al suelo, partiéndose en mil pedazos en el empedrado. Menkrod subió las escaleras corriendo y Glarend fue tras él. La emoción les embargaba. La espada tenía que estar junto al cadáver. Una vez arriba contemplaron el cuerpo de Sharpast I, que se conservaba bastante bien para llevar muerto casi quinientos años. Su armadura estaba en perfecto estado, salvo por el polvo que la cubría, y gran parte de la piel y el pelo grisáceo se habían conservado. El cuerpo, colocado en posición decúbito supino, había quedado momificado y estaba casi intacto. Sus manos sujetaban una espada larga. Al verla, Menkrod no lo dudó un instante; de un salto, se metió dentro de la tumba y, sin perder tiempo, agarró el arma con sus manos y se la quitó al cadáver. Una vez en su poder, la miró detenidamente eclipsado por su poderío y belleza. Era auténtica; de eso estaba seguro.

Menkrod salía de la tumba cuando, de pronto, algo frío y duro le asió del tobillo. Sin comprender qué era lo que sucedía, se dio la vuelta y miró a su espalda. Lo que vio le dio tal sobresalto que la espada se le soltó de sus manos, cayendo a sus pies. La mano del cadáver de Sharpast le estaba agarrando del pie y no le soltaba. Menkrod recogió con rapidez la espada e intentó librarse de la mano, pero Sharpast se puso completamente erguido y le agarró del cuello con fuerza. Menkrod, que no cabía de su asombro, comprobó que lo que le estaba mirando a la cara era un rostro sin ojos, sin nariz y sin boca; era como una calavera con piel seca. Entonces la criatura lo lanzó por encima de la tumba. Menkrod voló por los aires hasta caer sobre el frío empedrado lleno de trozos de la gran losa que cubría la tumba. El golpe fue doloroso, pero tuvo que levantarse casi de inmediato ya que la momia de Sharpast había saltado detrás de él y se hallaba otra vez en frente.

Antes de que pudiera siquiera tocar a Menkrod, la momia salió volando hasta chocar con su propia tumba. Glarend, usando su magia, había evitado que la momia atacara a Menkrod, pero ésta se levantó rápidamente con un trozo de losa que había en el suelo y, sin previo aviso, se lo lanzó al mago, que intentó esquivarlo moviendo la cabeza y protegiéndose con las manos, pero el movimiento no fue lo suficiente rápido y el pedrusco le golpeó. Con Glarend en el suelo, la momia se dirigió corriendo a por Menkrod, que intentó defenderse con la espada, pero la momia detuvo el golpe agarrando a Menkrod del brazo con el que sujetaba el arma, para después volver a lanzarle por los aires hasta chocar violentamente con el muro, magullándose la cara.

—¡Salvad al hermano del Emperador! —gritó un oficial—. ¡Salvadlo!

Los soldados se lanzaron sobre la momia, pero ésta se movía con rapidez esquivando todos los golpes y derribando a todos sus oponentes con una fuerza inusitada. Entonces dirigió su atención de nuevo sobre el semiinconsciente Menkrod que, con la nariz rota, un diente partido y un pie dolorido, se movía mareado y magullado para alejarse de allí. La momia le agarró de nuevo del cuello y le levantó con facilidad con la intención de eliminarlo definitivamente y recuperar su espada; pero entonces la criatura se halló cubierta en llamas y, en pocos segundos, se convirtió en cenizas y polvo. Menkrod se había soltado a tiempo para no quemarse él también. Justo antes de que Sharpast diera su golpe definitivo, Glarend, que se acababa de recuperar del golpe, había lanzando un efectivo hechizo que volatilizó a la momia y salvó al hermano menor del Emperador.

Menkrod se puso de pie con la espada en la mano mientras miraba agradecido a Glarend, que tenía una brecha sangrante en la cabeza y suspiraba.

—Tenemos la espada —dijo Menkrod, satisfecho y aliviado—. La tenemos.

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora