Arena, sudor y nubes negras III

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Esperaron a que oscureciera del todo. Arnust y los demás se ocultaron en unos salientes rocosos que había en la base de la montaña, donde esperarían mientras sus compañeros iban a Ibahim.

El acceso a la ciudad por aquella zona era complicado, apenas había un puñado de caminos de arena poco transitables por los que pasar. Era más fácil rodear la colina y llegar a una planicie que daba a la ciudad siguiendo una calzada, pero preferían entrar por donde menos transitable fuera, pues eso significaba que habría menos vigilancia. Antes de que el sol desapareciera del todo, los tres jinetes iniciaron su camino por la escarpada colina junto a la montaña. Lo hicieron despacio para que los caballos no perdieran el equilibrio o tropezaran, lo que les haría despeñarse.

Desde donde se encontraban había buenas vistas y se podía ver todo el panorama. El paisaje mejoraba visto con los últimos rayos del sol y con las nubes teñidas de rojo añil y toques morados. A su derecha se veía la línea de costa y un llano infinito de color marrón claro que se iba oscureciendo por la llegada de la noche. Frente a ellos veían el inmenso mar, la ciudad, la flota imperial amarrada en puerto y a la izquierda las montañas y las minas que tanto enriquecían a las gentes de Ibahim. A medio camino, la oscuridad era casi total, salvo por las luces de la ciudad y el brillo lejano de los últimos resquicios del sol.

—Estuve de guardia en las minas —dijo Turk, mientras señalaba a las montañas. Las minas eran una gigantesca abertura en medio de la montaña que estaba llena de galerías y de túneles donde era fácil perderse—. No fue muy agradable mi estancia en ellas. Hay miles de esclavos trabajando en condiciones precarias.

—Es despreciable, la esclavitud hace muchos años que fue abolida en Lindium —dijo Neilholm—, y no comprendo cómo puede existir todavía en el Sharpast.

—Tampoco existía en Tancor cuando era un reino libre. Pero en el Imperio hay mucha gente que saca beneficio de la esclavitud. Yo desde luego no la apruebo. Por eso solicité mi traslado.

—¿Y te enviaron a Zigrug?

—Así es. Acabé en un sitio casi peor que las minas. Una cárcel.

—Dime una cosa, joven. ¿Te arrepientes de haber desertado de las filas imperiales? ¿Te arrepientes de haber venido con nosotros?

—Debo admitir que viajar todas estas semanas ha sido terriblemente duro, pero lo prefiero a seguir sirviendo al Imperio. No, no me arrepiento.

—Espero que no nos estés engañando, porque si intentas jugárnosla créeme que lo lamentarás.

—No voy a jugaros nada. Ya no soy un soldado imperial. Ahora estoy con vosotros y quiero proteger al que una vez fue mi rey, aunque por entonces yo solo fuera un niño. Tancor es para mí lo más importante. Sharpast solo es un mal recuerdo.

Entraron en los suburbios de Ibahim sin toparse con ningún guardia que los detuviera. La ciudad no tenía murallas, nunca las había necesitado. Ibahim, como aliada de Sharpast desde los inicios de la Conquista, nunca había tenido que defenderse de ataques externos; además, los soldados de Ibahim eran fuerza más que suficiente para proteger a la ciudad de cualquier amenaza. ‹‹Las murallas son para los débiles —solían decir sus habitantes.››

Las calles estaban medio desiertas. Los ciudadanos de Ibahim, fieles a su disciplinado modo de vida, se acostaban al anochecer y se levantaban al alba, aprovechando de ese modo las horas de luz al máximo. Tampoco había muchos soldados por las calles, solo algunas patrullas y soldados de permiso que se dirigían a tabernas y prostíbulos, lo que les hacía presagiar que el grueso del ejército de Sharpast no había llegado todavía y que la flota imperial podía tardar en poner rumbo al oeste.

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora