El camino a la guerra VIII

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Al norte del continente de Lindium, las fuerzas de Hanrod ya estaban listas para partir al sur y unirse a sus aliados. Neilholm formaba parte de aquel contingente que iría a la guerra. Había meditado muy seriamente la opción de quedarse, como Erin le había pedido. Ella deseaba que siguiera como capitán de la guardia del rey, quedándose en Blangord con su familia en vez de partir a combatir. Pero por más que lo pensaba, más y más se convencía de que tenía que unirse al ejército. Era algo que deseaba fervientemente. No podía soportar la idea de quedarse atrás mientras todo lo grande sucedía. Debía formar parte de aquello, tenía que luchar por conseguir una victoria necesaria para vivir un futuro tranquilo en el que el Imperio dejara de ser una amenaza constante y en la que sus hijos pudieran vivir en paz. Ser el jefe de la guardia del rey estaba bien, pero era algo que le mantendría lejos de la lucha, y por nada del mundo se la quería perder. No se trataba de honor y gloria, ya lo había conseguido en la campaña contra los piratas de las Islas Orientales, se trataba de supervivencia, no la suya propia, sino la de los suyos y la del reino. Corrían tiempos peligrosos, aunque muchos ni lo sospecharan. Había que luchar.

Neilholm acudió a palacio y solicitó su reinserción en el ejército. El rey Mendor aceptó a regañadientes la petición de su capitán de la guardia, entregándole el mando directo de varios batallones de infantería. Erin estaba disgustada con la decisión que había tomado su marido, que se ofrecía voluntario para ir a la guerra cuando tenía la posibilidad de quedarse tranquilamente como el jefe de la guardia del rey.

—¿Por qué lo haces? ¿Cómo tomas esa decisión? —le preguntó Erin, disgustada—. ¿No has visto ya suficiente guerra?

—Tengo que hacerlo Erin, ya te lo dije, no puedo quedarme aquí mientras se decide nuestro destino. Me debo a mi patria.

—¡Te debes a tu familia! —dijo Erin, frustrada.

—Me debo a mi familia tanto como a mi patria, por eso voy. Lo hago para protegeros. La guerra se librará muy lejos de aquí. Vosotros estaréis a salvo, pero tengo que ir para evitar que llegue a Hanrod.

—Lo único que vas a conseguir es que te maten.

—Sé cuidar de mí mismo. ¿Crees que quiero que me maten? Quiero acabar con todo esto; quiero evitar que la guerra llegue a nuestras casas y que nuestros hijos la padezcan. Quiero que crezcan libres, ajenos a todo lo que está ocurriendo. Por eso voy a ir, y nada de lo que me digas me lo va a impedir.

—Eres un testarudo y un loco.

Erin se pasó enfadada los días anteriores a la partida de su marido. Apenas le dirigía la palabra y, cuando lo hacía, era toscamente. Por las noches, Erin se quedaba dormida o bien se hacía la dormida, Neilholm no estaba seguro, puesto que su esposa le daba la espalda en la cama. Él sabía lo que significaba. No podría hacer el amor con su esposa.

‹‹Me marcharé y ella seguirá enfadada conmigo —pensaba Neilholm—. Ojalá podamos arreglarlo antes de que me vaya. No quiero que sufra por mi culpa.››

Sus hijos le mantenían ocupado siempre que estaba en casa. El resto de las horas las pasaba en los cuarteles viendo cómo se entrenaban sus nuevos soldados y hablando con otros oficiales sobre nuevas noticias y sobre los posibles planes para la campaña.

La última noche antes de partir, Neilholm acostó a sus hijos en sus camas y les dio un beso de despedida. No pudo evitar que se le escapara una lágrima cuando Erenim, su hija, le dijo casi llorando que se quedara y no se fuera.

—Debéis ser fuertes, hijos —dijo, tristemente—. Papá volverá pronto. Ya veréis como antes de que os deis cuenta habré vuelto.

Neilholm subió con dificultad las escaleras que daban a su habitación. Le embargaba una mezcla entre emoción, dolor y devoción. Sentía la necesidad de rezar, algo que no hacía desde hacía demasiados años. La ocasión lo merecía. Se detuvo en la puerta de su dormitorio y comenzó a rezar:

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora