Rebelión y espadas XIII

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Al poco rato les llevaron a la casa más grande del poblado. Ésta era espaciosa por dentro, pero había pocas cosas: un puñado de catres, un poste central, un círculo con cenizas que parecía ser los restos de una fogata, algunas cazuelas y un buen número de ánforas, jarras y cuencos junto a la pared. Había un agujero en el techo que hacía las veces de chimenea; el color del adobe había adquirido colores negruzcos, fruto del humo. Al fondo de la estancia había dos hombres discutiendo: uno era el hombre que había interrogado a Maorn y el otro era un anciano que vestía tan pobremente como el resto de aquellas gentes, pero su semblante confería respeto. Ni Halon ni Maorn comprendieron palabra alguna de lo que decían. Después de varios minutos de discusión, el anciano se dirigió a ellos.

—Soy Sironio, jefe de la tribu de los hemedas; éste hombre que os ha traído ante mí es mi primogénito, Miternes. Él será el jefe de la tribu cuando yo muera. Mi hijo dice que queréis entrar en las ruinas malditas. ¿Es cierto?

—Queremos encontrar un objeto que sabemos que hay allí —le contestó Maorn.

Halon se quedó sorprendido por la seguridad que su compañero transmitió al contestar, pero no dijo nada.

—¡Un objeto! ¿Qué clase de objeto? —preguntó Sironio, con curiosidad.

—Una espada. Solo queremos llevárnosla. Después nos iremos.

—¿Y habéis hecho un viaje tan largo solo para encontrar una espada?

—No es una espada corriente —dijo Maorn—. Se trata...

—¡Quieren conseguir otra espada maldita como la que quemó la mano de Tairas! —dijo Miternes con desprecio, a la vez que interrumpía a Maorn—. No les vale con la que ya tienen.

—Es una espada mágica —siguió Maorn—. Hay otras cinco como la que tengo. Las necesitamos para...

—¡Maorn! —le interrumpió Halon—. No sigas, no deben saber...

—¿Cuántos más sois? —preguntó Miternes, interrumpiendo.

—Viajamos solos —dijo Maorn.

—¡Deja de mentir! ¡Sabemos que no estáis solos! ¡Ayer vimos a vuestro grupo al noreste, no muy lejos de aquí! ¿Qué pretendías...? ¿Sorprendernos?

—¿Qué grupo? ¿De qué nos estás hablando? —le respondió Halon—. Nosotros venimos del sur.

—Entonces sois sus exploradores. Habéis venido a espiarnos.

—No somos exploradores de nadie, hemos venido aquí solos.

—¡Mientes! —insistió Miternes.

—¡Miternes! No veo mentira en los ojos de estos extranjeros —dijo Sironio—. Creo que dicen la verdad. Ni siquiera se parecen a ellos.

—Pero ¿y el otro grupo? —le preguntó Miternes a su padre.

—Creo que los hascatos se dirigen también a las ruinas malditas —dijo Sironio—. Deben de estar interesados en esa espada que buscan ellos.

—Decidme —dijo Halon, interrumpiendo a padre e hijo—. ¿Sabéis quiénes son esos hombres a los que os referís?

—Son hombres del norte —le dijo Sironio—. Los llamamos hascatos. Visten de negro y rojo y están cubiertos de hierro. Los primeros hascatos llegaron hace muchos años y nos expulsaron del norte. Ahora nuestro pueblo vive disperso en el gran arenal, vagando siempre por él en busca de agua.

—Son sharpatianos —le dijo Maorn a Halon—. ¿Qué harán aquí?

Halon no supo o no quiso responder.

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora