La gloria del emperador II

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Mulkrod dio las órdenes pertinentes, entre ellas, que, después de exhibir a los prisioneros por toda la ciudad, éstos fueran divididos en dos grupos de igual tamaño: un grupo para servir como remeros en la flota y otro grupo que se dirigiera a Zigrug, en espera de que se decidiera qué hacer con ellos.

‹‹No sé si los necesitaré también como remeros en la flota o si les envío a las Minas de Olkros. Ya tendré tiempo de juzgarlo más detenidamente. Tal vez les deje pudrirse en las celdas de Zigrug eternamente.››

Mulkrod abandonó el desfile, pero sus dos hermanos se quedaron por orden suya para supervisarlo todo hasta que el último de sus soldados hubiera entrado y desfilado, para después organizar el traslado del ejército al sur de la ciudad, donde se montaría el campamento provisional hasta que las unidades se licenciaran y volvieran a sus casas. Mulkrod tomó el camino hacia el palacio real, adentrándose en las calles más estrechas que daban al corazón de la ciudad. Con él fueron Reivaj, Solrac, sus escuderos y una veintena de hombres de la guardia imperial; éstos últimos tuvieron que emplearse a fondo para abrirse camino y conducir al emperador hacia las escaleras que subían la colina del palacio y la Ciudad Alta en el centro de la urbe. Llegaron a la base de la colina y subieron las escaleras a pie, hasta que entraron por una puerta secundaria que daba al interior de los jardines de palacio tras el muro defensivo que lo rodeaba.

En el patio les esperaba una gran comitiva compuesta por las dos hermanas del Emperador, Eriel, la hermana mayor de Mulkrod y regente en su ausencia, y Linny, la menor de la familia; también estaban todos los consejeros de Mulkrod que, junto a su hermana Eriel, habían estado a cargo del gobierno y de la administración del Imperio durante su ausencia. También había otros miembros de la corte, la mayoría de ellos hijos e hijas de los grandes aristócratas. Eriel, cuando vio acercarse a su hermano, se arrodilló y lo mismo hicieron todos los presentes. Eriel no esperó a que su hermano le diera permiso para que se levantara y besó a Mulkrod en la mejilla.

—Bienvenido a casa, hermano —le dijo, sin ofrecerle ninguna sonrisa—. Todos nos alegramos de tu gran victoria.

Mulkrod no le dio importancia al hecho de que su hermana se saltara el protocolo al levantarse nada más arrodillarse, sin esperar a que el Emperador le dijera que podía hacerlo. Todos los demás miembros de la corte se fueron levantando lentamente al ver a Eriel en pie. Mulkrod vio a su otra hermana, Linny, que irradiaba felicidad; parecía contenta de ver a su hermano mayor. También se acercó a él, aunque de forma tímida. Besó a Mulkrod en la mejilla y le abrazó cariñosamente.

—Majestad. Me alegra veros de nuevo sano y salvo —le dijo, sin dejar de sonreír.

—Estás preciosa, hermana —dijo Mulkrod—. Pronto podrás casarte con alguno de los Grandes Señores del Imperio. Ya no eres una niña.

La sonrisa de Linny se tornó amarga. Saber que en cualquier momento su hermano podía comprometerla con algún Señor la preocupaba. No conocía a ninguno de sus pretendientes y la asustaba la idea de alejarse de su familia para convertirse en la mujer de alguien que podía ser viejo, cruel, feo o todas esas cosas a la vez. Por muy poderoso que fuera el hombre con el que su hermano la casaría, ella sabía que no sería feliz. Mulkrod se olvidó de su hermana cuando Lentides, el primero de sus consejeros en la regencia, un hombre de mediana edad, alto y con una prominente calva que intentaba disimular dejándose barba, se dirigió a él.

—Sed bienvenido a vuestro hogar, majestad —le dijo—. Los miembros de vuestro consejo nos alegramos de que volváis a estar aquí para retomar de nuevo las tareas de gobierno. Os felicitamos y agradecemos vuestra reciente victoria. Habéis engrandecido el Imperio. Sin duda os merecéis tan brillante triunfo en las calles de la ciudad.

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora