Arena, sudor y nubes negras VII

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La navegación se producía con normalidad, a una velocidad constante y sin contratiempos. El viento era bueno y el tiempo los acompañaba. No obstante, un día a media tarde vieron las figuras de tres barcos tras ellos. El vigía lo anunció y todo el mundo subió a la cubierta para ver bien lo que ocurría. Al principio nadie se alarmó ya que podía tratarse de barcos mercantes que navegaban juntos como medida de precaución, o barcos pesqueros faenando por la zona, pero aquellas naves no se alejaban de su ruta, sino que se acercaban a ellos poco a poco. La preocupación comenzó a extenderse entre los presentes cuando vieron el color negro de las velas.

—Son tres naves ligeras de la flota de Sharpast —dijo Dungor sin dudar.

—¿Es que nunca dejarán de perseguirnos? —preguntó Neilholm, apesadumbrado.

—¡Tenemos que ir más rápido! —dijo Elmisai al ver que a la velocidad a la que iban les terminarían dando alcance—. ¡Nos están ganando terreno!

—Este barco no puede dar más de sí —dijo Dungor—. Estamos en un mercante. Y esas naves que nos persiguen son mucho más rápidas que la nuestra. Esta noche nos habrán alcanzado.

—Al final sí que tendremos que luchar después de todo —dijo Neilholm, como si fuera la única alternativa.

—No tenemos posibilidades de vencer si nos abordan —dijo Arnust—, pero podemos escapar.

—Para eso tenemos que adentrarnos mar adentro y buscar la protección de la oscuridad —dijo Dungor—, pero puede no ser suficiente.

—¿A cuánto estamos de Carn Nath? —le preguntó Arnust a Elmisai.

—Calculo que a dos o tres días —le contestó—. ¿Por qué?

—No podemos seguir por mar, tarde o temprano nos alcanzarán —dijo Arnust—. El mar ya no es seguro. No nos queda más remedio que desembarcar y seguir por tierra. Es nuestra única esperanza.

—Bien. Seguiremos navegando hasta que anochezca —dijo Dungor—, entonces amarraremos en la costa y desembarcaremos. Con suerte nos perderán de vista con la oscuridad y tal vez podamos escapar.

Los rayos de sol se fueron ocultando lentamente en el horizonte; entretanto, las naves imperiales se acercaban más y más, preparándose para abordar el barco al que perseguían. Cuando la oscuridad de la noche fue total, el viejo mercante apagó todas las lámparas de aceite, desapareciendo del campo de visión de las naves de Sharpast. La distancia era todavía importante, por lo que dejaron de ver las velas negras del enemigo, camufladas en la oscuridad de la noche, pero siguieron viendo las luces de los tres barcos imperiales, que las mantuvieron encendidas.

—Tal vez lo consigamos —dijo Elmisai al ver cómo las tres naves tomaban un rumbo diferente al suyo.

—¡Silencio! —dijo Dungor, tratando de hablar en voz baja—. ¡Que nadie diga ya nada! Ya no nos ven, pero podrían oírnos.

—¿Crees que podemos despistarlos? —le susurró Arnust al oído.

—De momento sí, creerán que seguimos la misma ruta y no se imaginarán que nuestra verdadera intención es desembarcar.

—Tarde o temprano descubrirán nuestro embuste, pero espero que ganemos el tiempo suficiente para escapar.

—Fondear el barco con esta oscuridad será difícil y es peligroso —dijo Dungor—. No podemos ver la costa y es posible que nos topemos con algún arrecife, pero podemos intentarlo.

El barco cambió de dirección, rumbo hacia la costa. Los hombres prepararon los pertrechos y las provisiones, subieron los caballos a cubierta y esperaron a que llegaran a tierra. Estaba todo muy oscuro y no podían ver nada más que una negra inmensidad, lo que les mantenía tensos. El enemigo, al que ya habían perdido de vista, podía aparecer nuevamente y sorprenderlos.

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora